Ha
muerto hace muy poco (el día de todos los Santos), Agustín (García Calvo). El
sabio zamorano. Maestro único de lenguas y de saberes antiguos; hablador,
dialogador, dramático, traductor (no lo puedo probar, pero dudo que exista en
el mundo una traducción tan bella de la Ilíada) y poeta. Y en todo ello
pensador. Querido por todos. Rey, a pesar suyo, de una corte de devotos
seguidores, mediosanos y dementes; extravagantes, locos, insensatos…
garciacalvistas pesados muchos. Convertido casi en una religión. Aun así,
siempre fue delicado, paciente, comprensivo, amable y caritativo.
Cuántas
cosas se podrían decir de este excepcional hombre. Cuántas obras, y cuántas
hermosuras inolvidables en ellas sobre las que se vuelve más tarde o más
temprano. Sí, esa razón, esa voz del corazón soltando verdades como puños,
simples y poderosas, dichas como hacía mucho tiempo no se oían. Saber e
intuición al alimón, verdad y sensibilidad mezcladas.
Ahora
sólo quiero recordar una de esas altísimas gracias que dejó escritas (pero no
muertas a pesar de ello, Agustín). Un poema a un burro, “Al burro muerto”. Once
endechas de diferentes ritmos en recuerdo de un burro real, un burro que tuvo y
amó (poco que ver con las cursilerías hiperliterarias de aquel otro tan
famoso). Creo que pocos poemas narrativos más sensibles se pueden leer. No
obstante, en él se descubre el pensamiento existencial básico de Agustín. La
denuncia del mundo del Hombre (con mayúsculas) contra la vida gozosa y
razonable; la vida cuyo sentir (que no idea) habita en el fondo oscuro del
corazón de todos. Lo que él llamaba el “pueblo”, o sea, la inteligencia cuya
expresión más clara era el habla, el lenguaje no domeñado todavía por las
diferentes y variopintas formas de poder (entre ellas, primero, la Educación y
la Cultura). Pero imagino que poco quedaba ya de eso para Agustín puesto que
volcaba aquí todo su cariño en un animal sin habla (aunque no mudo), sin
lenguaje, libre por tanto de las torcidas empresas del hombre y sus ideas.
Contra éstas, siempre mentirosas, la sola presencia de una persona animal (que
tampoco es persona, por Dios, me diría él, que es lo que no se sabe y no tiene
nombre) cifrando todo el encanto de la vida que, como él decía, apenas ya
tenemos, o apenas nos dejan ni nos dejamos tener.
Ahí
van unos versos al respecto, irreductibles:
“Y
es que tú también eras
el
pueblo, sí, la gente, lo que quieras.
(…)Pero
es que lo del pueblo que te cito
no
está hecho de hombres propiamente:
porque
es que entre la gente
hay,
jumento bendito,
más
que hombres, hay más; y más te añado:
que,
si bien lo razonas,
en
un cualquier poblado
lo
que de pueblo vive
es
lo que no es ni hombres ni personas:
pueblo
es aquello que ni se concibe
ni
se cierra en el cargo
de
número de almas y de votos,
y
vive, sin embargo,
gracias
a que los hombres están rotos
y
nunca acaba cada
uno
de ser quien es ni de ser nada.”(…)
Salud,
así, Agustín, allá en tu eternidad sin nombre.