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sábado, 23 de marzo de 2013

Solaris. Lem, Tarkovsky, Soderbergh.



La novela Solaris, de Stanislav Lem, acaba con un monólogo del protagonista en el cual, entre la perplejidad y la entrega a la fatalidad, nos comunica que sin tener esperanzas... vive de esperanzas, y ello junto al océano pensante del planeta Solaris que es un organismo susceptible de materializar los deseos ocultos de las personas.
El deseo oculto del protagonista era su mujer, muerta años atrás; muerta por suicidio.
Cuando él, al principio de la novela, va a la estación espacial en órbita junto a Solaris aparece ella de nuevo en su vida. Así, cabría pensar que el tormento del protagonista, en principio, debería desvanecerse, que su deseo máximo cumplido debería hacerle feliz. Pero no es así. La vuelta de la esposa se hace enseguida problemática. Su mujer ‘resucitada’ no es exactamente la mujer de antes, es más bien su deseo; ya no se trata de aquella persona independiente y libre que había conocido en vida, sino de una presencia real, exactamente ella, sí, pero ahora totalmente dependiente del pensamiento de él y de su inevitable sentimiento de culpa. Pronto, el deseo, sin desaparecer, se convierte también en un castigo. Y ella lo sabe, por eso decide eliminarse (otra vez).



Bien, esto es lo que aprovechó Tarkovsky para dar, según Slavoj Zizek, una lectura radical del subconsciente masculino en el final  de su célebre película homónima.
Tarkovsky obvia el final original del relato de Lem para mostrarnos una “comunión sagrada” -como  dice muy bien Zizek- entre el protagonista… y su padre.
Sí, el padre. No hay un encuentro definitivo de la pareja que se ama, no. En este final el personaje principal se ve de pronto ante la casa de su infancia en cuya puerta le está esperando el padre. Cuando llega ante él se arrodilla y le abraza.
La lectura de Zizek es que aquí la mujer representa en el subconsciente del hombre una idea culpable, el deseo más bajo y a la vez más potente de materialidad, de posesión inequívoca de algo. Está interpretado como un deseo impuro que imposibilita la felicidad del hombre.
Según esto, lo que haría el cineasta ruso sería liberar al hombre de esa carga de deseo y colocarlo en un estado de inocencia y de pureza que sólo la infancia puede ofrecer o que, al menos, el realizador busca en una representación ritualizada de la infancia:



Por su parte, Steven Soderbergh nos presenta un Solaris con un happy ending añadido, inspirado por el poema de Dylan Thomas Y la muerte no tendrá señorío: el protagonista se queda en Solaris y recupera lo que deseaba, su vida de antes, para siempre. Se trata de una especie de ‘más allá’ en el que los dos se encuentran ‘nuevos’ para darse el uno al otro en perpetua armonía. El triunfo del amor:



Tenemos, por tanto, tres finales diferentes:
El filosófico-especulativo de Lem.
El psicoanalítico-místico con resonancias bíblicas de Tarkovsky.
Y el optimista-soteriológico de Soderberg.

Como lectores de Lem nos quedamos insatisfechos y reflexivos, presos de una incierta melancolía.
Como espectadores de Tarkovsky nos quedamos atrapados en la intuición de una pureza perdida que no identificamos plenamente pero que nos interpela desde su poderoso símbolo.
Y como espectadores de Soderbergh entramos, tranquilizados y afirmativos, en el círculo circunscrito de los deseos cumplidos.

Lem delata un racionalismo católico.
Tarkovsky un ascetismo atormentado veterotestamentario.
Soderbergh una esperanza optimista americana.


jueves, 14 de marzo de 2013

La misa sixtina de Francisco I




Caramba, si no he oído mal, en la homilía ofrecida durante su primera misa en la Capilla Sixtina del Vaticano el nuevo papa ha hecho, sorprendentemente, referencia a un seglar: Léon Bloy.

L.B., nada menos. El planfetario gabacho arrebatado. Genial y enloquecido defensor de la fe católica allá donde estuviera. Alucinado martillo de herejes, de eclesiásticos tibios, de políticos de cualquier signo, de intelectuales, de modernos… de todo lo que no fuera misticismo y santidad en marcha, y, sobre todo, martillo pilón de ricos, a los cuales insultaba con furibunda impiedad y, hay que reconocerlo, no sin cierta gracia.

Aquí tenemos un ejemplo de esto último tomado de su célebre Diario:

*A propósito de una noticia con foto publicada en la prensa sobre una reunión de millonarios:

“(…) Es esto [se refiere a la pobreza en el mundo] lo que hace reír a estos espantosos animales cuyas caras de bastardos catetos no pueden tener más abyecta apariencia. Se siente uno desarmado y desanimado ante este desafío a la justicia, ante este increíble horror. Dios está demasiado lejos y se mantiene demasiado silencioso…”

*Por otra parte, su sorprendente capacidad visionaria en este fragmento de la misma obra:

“Obligados a refugiarnos en un café, somos víctimas de un fonógrafo que se opone a todo intento de conversación. Peste moderna que se ha convertido en universal. Preveo el día en que los predicadores serán reemplazados en el púlpito por estos instrumentos diabólicos. Me aseguran que esto ya se pone en práctica en América en ciertos templos.”

*Y, para acabar dejando un recuerdo más amable, una bella apreciación a raíz de una conversación sobre la muerte y la curiosidad del más allá:

“(…) Si uno fuese realmente profundo, se tendría la misma curiosidad en presencia del misterio de cada día. En realidad, lo que me sucederá mañana es tan oculto, tan grave como lo que me sucederá después de la muerte.”

¿Será este papa un admirador de Léon Bloy?

PD Si no he oído bien, que me perdone el papa y valga para lo que valga.

lunes, 11 de marzo de 2013

Democracia y demagogia. Aristóteles.


No vendría mal recordar lo que nos dice Aristóteles en su Política a propósito de los excesos de los poderes populares en las democracias -hoy, precisamente, que tanto pábulo demagógico interesado y sesgado se está dando, entre unas cosas y otras, a ese misterioso 'poder del pueblo'-  y sobre el peligro que representan como potenciales destructores de toda legalidad.  Ahí va la selección:

"(…) Una quinta especie (de democracia) tiene las mismas condiciones, pero traspasa la soberanía a la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia de los demagogos.
En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos. (…) Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es un verdadero monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no individualmente, sino en cuerpo.  (…) Tan pronto como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el yugo de la ley y se hace déspota, y desde entonces los aduladores del pueblo tienen un gran partido. Esta democracia es en su género lo que la tiranía es respecto del reinado.(…) Además, el demagogo y el adulador tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado; el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrompido. Los demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo, porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle. Por otra parte, todos los que creen tener motivo para quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo del pueblo; éste acoge de buen grado la reclamación, y todos los poderes legales quedan destruidos. Con razón puede decirse que esto constituye una deplorable demagogia, y que no es realmente una constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la soberanía de las leyes. Es preciso que la ley decida los negocios generales, como el magistrado decide los negocios particulares en la forma prescrita por la constitución (…)”


miércoles, 6 de marzo de 2013

Tradición contra Cultura. Santa María la Antigua.



La foto de la iglesia de Santa María la Antigua de Valladolid antes de su derribo y posterior reconstrucción (principios del s. XX) me ha recordado el carácter arquitectónico del palacio Donn Anna de Nápoles (ver entrada “Parténope”).

Lo bueno es que aquí sí tenemos lo que era y lo que, supuestamente, debía ser… o unos señores creían que debía ser en nombre de esa figura tan dudosa conocida como patrimonio artístico-cultural.

 En la foto vieja, lo que en principio podríamos calificar de chapucera funcionalidad provocada por las superposiciones y excrecencias se vuelve complejo organismo vital y revela una espontaneidad constructiva abierta a nuevas sorpresas. 

Tenemos, pues, la intrigante vivacidad de unas contradicciones arquitectónicas en acumulación…



… frente al frío purismo -preciso y correcto, desde luego- de una técnica reconstructiva historicista; una arquitectura tan bonita como muerta:


Tradición viva contra Cultura (con mayúsculas). Esa Cultura que mata de aburrimiento y no le sirve a nadie (excepto a las oficinas de turismo y a las listas patrimoniales de la Unesco) para nada.


martes, 5 de marzo de 2013

Gómezdaviliana (III)



Sobre sinceridad intelectual y honestidad:

"La autenticidad intelectual tiene por precio parecer impasible y egoísta." (Empezando por uno mismo. Añado.)

"Una vida intelectual veraz y austera nos rapa de las manos artes, letras, ciencias, para reducirnos a la escueta confrontación con el destino." (¿Por qué me hace pensar en la práctica del toreo? Añado)

"Nada tan mezquino como no confesar con cuántos superiores tropezamos. La desigualdad es experiencia del alma bien nacida." (Qué fastuosa última frase... Qué rigor ético transmite. Añado.)

sábado, 2 de marzo de 2013

De valses



Después de la época dorada sólo se han atrevido a escribir valses a lo grande (con resultados hasta cierto punto originales) compositores que tenían un talento especial para la melodía (Nielsen, Prokofiev, Ravel, Sibelius, Shostakovitch, Katchaturian…).

Los de éstos son valses en los que aquella satisfecha y alada ligereza danzante propia del vals clásico (la familia Strauss, etc.) se ha transmutado en una gravedad de sesgo trágico, quizás no siempre explícita, pero siempre presente aun como una potencia seminal amenazante.
El vals después de la gran época del Vals sobrelleva una carga funesta.
Tiene lugar un fabuloso cambio de humor. 
Extraordinario fenómeno este.
Es como si el inevitable 3/4 ya no fuera capaz de cantar la inocente alegría de vivir, sino únicamente la necesidad de un coraje heroico para vivir. El entorno dulce del mundo se vuelve cambio en dirección a lo cruel. 

Después de esa generación trágica apenas alguien se ha encarado todavía con el anacrónico baile. Los que lo han hecho sabían que nadie les iba a creer y que su empeño caería bajo el sello de lo grotesco. Por eso entreveraban el vals con otros ritmos de baile y, a menudo, con la broma circense. Estos últimos, los de la broma circense, han sido los más serios. Y entre ellos, en primer lugar, cómo no, nuestro apreciado Schnittke, sí, aquí de nuevo.

El Intermezzo de su “Payasos y niños”. Un vals en el que a partir del segundo ’25 se empieza a desplazar la caída de los tiempos de la melodía con respecto al compas 3/4 en una sensación de descontrol sólo corregida, aparentemente, por casualidad.

Schnittke nos dice que ya no hay vals alegre (clásico), y que tampoco hay vals trágico (posclásico), sino que sólo hay vals casual, perdido, enajenado e insustancial.
Sí, pero... ¡qué música tan obsesionante!