Translate

viernes, 22 de febrero de 2013

¿Pantomima?



La Pantomima de la Suite al estilo antiguo de Alfred Schnittke. Y con estas imágenes.

Hacía tiempo que nada me había sumido en un estado de melancolía con tanta facilidad. Fue inmediato y sorpresivo.

Schnittke es el compositor más penetrante de cuantos, tras los grandes ismos y corrientes vanguardistas del s. XX, se dedicaron a hacer parodias del pasado. Fue el más dotado. Al final, su talento le llevó a desarrollar un estilo propio que superó el juego entre sarcástico y dramático con la tradición para convertirse en íntimo agonismo (iremos algún día a sus obras corales sacras).

En esta obrita, Schnittke se pone a encantar al personal balanceándose a media luz entre un barroco y un clasicismo hilvanados con ribetes de sonata romántica.
Tenemos una línea musical muy sencilla, delicada, graciosa, corroborada canónicamente por un impecable piano… que, sin embargo, a partir del minuto 2’00 se inquieta, se vuelve áspera, torpe, percutiva, hasta llegar a un repentino y desagradable acorde disonante (minuto 2’27).
Este momento ilustra a la perfección lo que una vez dijo el compositor hablando de su música:

“Escribo un bello acorde sobre el papel y, de pronto, se me oxida.”

Pues bien, esa música, y concretamente ese momento disonante unido a esas imágenes pictóricas de género, retratos, escenas galantes, amorosas, familiares… pinturas que en general celebran la vida y muestran una economía de serena confianza en el mundo, nos vierte un veneno en el oído en virtud del cual cambia la mirada y ya nada es lo mismo. De ahí la melancolía de la que hablaba.
Hemos pasado de la pantomima (o sea, un fingimiento amable de algo que en realidad no se siente) a la lucidez cortante del reconocimiento de la realidad. A partir de la mitad de la composición esas figuras pintadas nos hacen llorar.
Y nos viene a la memoria Jorge Manrique con alguna de las coplas que cantan la fortuna, el tiempo y lo perdido: (p.e., la XI)

“Los estados e riqueza,
que nos dexan a deshora
¿quién lo duda?,
non les pidamos firmeza
pues que son d’una señora
que se muda,
que bienes son de Fortuna
que revuelven con su rueda
presurosa,
la cual no puede ser una
ni estar ni estable ni queda
en una cosa”.

Qué malévola eficacia la música de Schnittke con un solo acorde disonante y qué excelente idea la de unirla a estas imágenes para provocar esta piadosa melancolía que siento.



lunes, 18 de febrero de 2013

Corruptillos



Estar rodeados de estos corruptos de tocomocho, negociantes trileros, financieros de tómbola, horteras de la política (profesional), especialistas del humo (subvencionados), galafates de partido, arrufianados de sindicato, monosabios de banca, administradores ciegos, “artistas” atorrantes, honorables familias piñata  y empresarios rapiña… no nos puede dejar más que, como mucho, en un estado de decaimiento mórbido.
Ninguno de esos elementos tiene la capacidad de representar una verdadera vocación por el camino oscuro de la vida. Se trata de vulgaridades intensas, reprobables, en algunos casos criminales…  pero siempre de medio pelo. Espantosamente mediocres y feas.
No hay nada verdaderamente grande en esas sombras.  Nada que nos hiera con fuerza en nuestra intimidad. Nada que, en fin, digámoslo, podamos contemplar con admiración a la vez que repugnancia. Nada.

Por ello, quiero reivindicar aquí la figura del verdadero canalla. Del malo a tiempo completo. Del gran miserable. El de talento puro. El que combina megalomanía y mezquindad en cóctel indescifrable. Uno no puede convertirse en eso de la noche a la mañana. Para eso hay que nacer. Eso es el sr. B.
El gran sr. B. El admirado y repugnante sr. B.
Aquí tenemos un botón de su talento; ¡aprended pequeños corruptos!:





miércoles, 13 de febrero de 2013

Iglesia. Dogma y autoridad.



Abrumadora debe de ser la tarea de quien, como Benedicto XVI, se propone firmemente mostrar mediante la unión de dogma y razón que la Iglesia es el sostén de la verdad cristiana, o sea, de la Verdad, en un mundo (y aun en una Iglesia) en el que la verdad cambia de nombre cada 24 horas.

Este papa se obsesionó en que tras cada una de sus explicaciones, de sus reflexiones, de sus escritos se pudiera decir “esto es lo que está más lejos del error”. Ello implicaba, a menudo, una oposición a los poderes de lo fáctico y podía reflejar tenacidades, rigideces y resistencias poco simpáticas… muchas veces incluso para las tendencias internas del propio Vaticano.
No estoy apuntando una teoría (manida ya, sería) de los motivos de la renuncia de Ratzinger a la cátedra de San Pedro, sino reconociendo, más bien, un empeño que ha recorrido su pontificado.
Benedicto XVI fue un contradictorio desde el dogma a direcciones ideológicas bien afianzadas en la  Iglesia y expositor de mucha de su descomposición moral. No fue un diplomático. Su renuncia delata su ausencia de diplomacia y su negativa a las componendas. Quizás uno de sus principales, digamos, ‘defectos’ como cabeza de la Iglesia estaba en la disociación entre la brillante defensa discursiva de la autoridad teológica y su incapacidad para imponer esa autoridad en casa. Él entendió, en contra de muchos, que uno de los modos de recuperación de la autoridad era la vuelta a una liturgia seria, severa y compleja y el olvido de graciosos sermones idiosincrásicos, guitarritas destempladas y cancioncillas escolares vernáculas traídas por los mil vientos del último concilio ecuménico. En ese sentido, el papa pensaba que la Iglesia puede ser muchas cosas, pero nunca eco de moda ni tampoco institución necesitada de andar en adaptable consonancia con la corrección política. Cabe pensar que este papa prefería una Iglesia reducida pero auténtica (radical en cuanto cercana a su espíritu original) a una Iglesia masiva y creciente pero contemporizadora con los caprichos y delirios del mundo. No era mundano, desde luego; sin embargo, intentó explicar al mundo que fue precisamente la Iglesia Católica la que salvó la razón en occidente.

Pero vayamos, con el talento de Nicolás Gómez Dávila, a los textos que mejor ilustrarán lo que decimos sobre dogma y autoridad:

-Dogma:
“Los dogmas cristianos son refutaciones implícitas.
Las fórmulas dogmáticas no exponen el contenido de la fe, sino que excluyen interpretaciones que la adulteran.
La metáfora dogmática señala un rumbo, sin anticipar descripciones de la meta.”

-Autoridad:
“Autoridad es la característica propia de lo que nos subyuga, como la poesía de Homero o el genio de Platón.” [cuánto más las creaciones del cristianismo, podríamos añadir] “Autoridad no es lo que logra mandar, sino lo que no es concebible que se desobedezca sin demencia.”




viernes, 8 de febrero de 2013

Parténope






El palacio Donn Anna y el cementerio delle Fontanelle. Sólo estos dos lugares (como podrían ser otros mil más) nos muestran la singularidad de la vieja Parténope, luego Neópolis, luego Nápoles.

Nápoles. La gran ciudad más vieja de Europa. La más mimada y admirada; la más machacada, destruida y humillada. La ciudad mefítica, la más mortal. Ciudad dejada, abandonada y descuidada. Y la ciudad más bella, refinada, observada y deseada. La ciudad más vital de Europa (vital de vida de los hombres, no del dinero).
La ciudad que más cicatrices conserva de todas las épocas, desde el mundo arcaico hasta hoy. Polis refractaria a todas las modernidades que se instalan, extrañas, en ella. La ciudad de todos los vicios y castigos. La ciudad memoriosa. La ciudad de los cultos ancestrales. Cultísima por vocación, brutal por fatalidad.
Corte, prostíbulo, laberinto y sueño. Luz, catacumba, cielo y misterio. Perdición de hombres y envidia de dioses. 

El susodicho palacio representa en su compleja y recosida piel el paso de la vida de los hombres, con sus gustos, sus vanidades, sus carencias, excesos y miserias. Sus necesidades. Toda una huella impúdica en su destino de esplendor y dejadez. Pasiones que petrifica el tiempo. Siempre lleno su interior de vida: vivienda de aristócratas, salón de decadentes, piso de familia, refugio de amantes, claustro de suicidas, paraíso de anacoretas, lujo que ambiciona el diseño moderno...

El cementerio, excavado en la roca en inmensos espacios como templo pagano simboliza toda la vida de la muerte de Nápoles. Está lleno de calaveras anónimas. Miles, millones. Los napolitanos adoptan los cráneos como gesto propiciatorio. Los limpian y pulen. Viven con los muertos. La superficie y el subsuelo de Nápoles en unión íntima. Los pobres muertos de Nápoles y los pobres vivos de Nápoles.

Curzio Malaparte, un gran enfermo de Nápoles, escribió en su libro La piel (La pelle), en un pasaje en el que habla con un satisfecho oficial norteamericano durante la II Guerra Mundial:

"(...) Nápoles es la ciudad más misteriosa de Europa, es la única ciudad del mundo antiguo que no ha perecido como Ilión, como Nínive, como Babilonia. Es la única ciudad del mundo que no se ha sumergido en el cruel naufragio de la civilización antigua. Nápoles es una Pompeya que no ha sido sepultada. No es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie de un mundo moderno. No podíais escoger un lugar más peligroso que Nápoles para desembarcar en Europa. Vuestros carros blindados corren el peligro de hundirse en el cieno negro de la antigüedad como en arenas movedizas. Si hubieseis desembarcado en Bélgica, en Holanda, en Dinamarca o en la misma Francia, vuestro espíritu científico, vuestra técnica, vuestra inmensa riqueza de medios materiales os habría dado la victoria, no sólo sobre los alemanes, sino sobre el mismo espíritu europeo, sobre esa otra Europa de la cual Nápoles es la misteriosa imagen, el desnudo espectro.
Pero aquí, en Nápoles, vuestros carros blindados, vuestros cañones, vuestros automóviles hacen sonreír. Chatarra. (...) No podéis comprender Nápoles, no lo comprenderéis nunca." 

viernes, 1 de febrero de 2013

Richard Strauss. "Morgen."



Richard Strauss siempre fue acusado de coger poemas de segunda para sus lieder. Lírica romántica de enamorados que se leía en salones de ociosos diletantes.
Pero, claro, lo que hace Strauss con estas letras es convertirlas en oro puro mediante una música que, ojo, no deja de ser del todo… ¡música de enamorados para escuchar en salones de diletantes! Sin embargo, ayyyy… tienen siempre algo los lieder de Strauss (como casi toda su música) que, sin dejar de parecernos o evocarnos, aun por un instante, un pastiche de épocas, estilos y maneras, se nos antojan simplemente geniales, y no podemos por más que recibir esa genialidad sumisos y rendidos de emoción. Es algo que no pasa con ningún otro músico de su época (me refiero al s. XX).

Un ejemplo paradigmático es su célebre canción Morgen, con letra del poeta de tercera (a decir de los puretas de su tiempo) John Henry Mackay. La letra dice así:

“Y mañana brillará de nuevo el sol,
y por el sendero que recorreremos
la felicidad de nuevo nos envolverá
en el seno de esta tierra embriagada de luz…

Y hacia la extensa playa de olas azuladas
descenderemos lentamente en silencio,
mudos nos miraremos a los ojos
y sobre nosotros caerá la quietud de la felicidad…”


Empieza la canción de Strauss con un despliegue melódico arpegiado aparentemente convencional que en realidad supone la melodía principal de la obra. La voz (la letra) no aparece hasta el compás catorce, y, mientras que la melodía ya se ha desarrollado en un ámbito muy amplio y fluido y con ello ha ido envolviendo nuestra sensibilidad calculadamente, aquélla (la voz) nos sorprende con una entrada de notas cortas-silábicas en un ámbito estrecho, un poco apremiante, con un cierto desasosiego. Así, Strauss nos hace pasar de la recreada emoción de una melodía poswagneriana melancólicamente expresiva a un seudo recitado urgente, diríamos que propio de enamorados, el cual, atención, sin apenas darnos cuenta (en tres-cuatro compases) se hace contrapunto absolutamente sublime con respecto a la melodía del ‘acompañamiento’. En verdad no sabemos si el acompañamiento es lo instrumental o es la voz la que acompaña; es ésta una de las delicias tomadas del clasicismo que con maestría nos regala habitualmente Richard Strauss.
Bien, pues a estas alturas la breve canción nos ha robado completamente el sentido. Nos ha arrebatado.
La voz avanza desarrollando su íntimo drama con notas repetidas e intervalos de segunda y tercera… repentinamente combinando saltos de cuarta y sexta ascendente y luego descendente, enseguida repitiendo seis notas iguales, etc… Y… de pronto, en una cadencia evitada se suspende el sonido... hay una espera y emerge de nuevo la voz a solo para expresar estática y sombría las dos últimas líneas del poema: “mudos nos miraremos a los ojos//y sobre nosotros caerá la quietud de la felicidad”: Es fascinante aquí el sentimiento de pérdida y entrega a la muerte que nos transmite Strauss con su ‘bloqueo’ musical.
Esta es la transformación del poema de Mackay. Hay una transfiguración que va de una inicial felicidad, digamos, ideal a una tragedia sentimental, sí, pero de elevado estoicismo, que mediante esta música va a resonar punzante en nuestra memoria como una contradicción no resuelta. Al final, calla la voz y se retoma la melodía inicial hasta perderse.
En fin, creo que habrá que volver sobre este lied.

Dejo tres versiones extraordinarias: