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viernes, 30 de noviembre de 2012

Job en música. Cristóbal de Morales.



 Parce mihi, Domine, nihil enim sunt dies mei... ("Olvídame, Señor, mis días no son nada."...)

He aquí la más sobrecogedora lectio musical del Renacimiento.

El sevillano Morales coge a Job (7, 16-21) y lo convierte en el lamento sonoro más enigmático y fascinador de la música polifónica de su tiempo demostrando al paso una perfecta sensibilidad con el sentido de la letra bíblica.

Entre la queja y la resignación Morales se instala en la resignación. Resignación porque no hay respuesta. Todo queda irresuelto en el aire, como su música.
Perfecto por ello en sus recursos técnicos: casi una monodía donde impera una mínima variedad contrapuntística con notas sostenidas, reforzadas en octavas y en simples cadencias de semitonos suspensivos dramatizados por cesuras (en esta interpretación, con eco de prolongada resonancia).
Su ingenio es tan simple como eficaz, por ejemplo: el bordón (bajo sostenido) es ‘trasladado’ a la voz aguda mientras el movimiento horizontal (discreto, mínimo, secreto) lo llevan las voces medias y bajos creando un efecto espectral de atracción inigualable. 

Anticipación y lección práctica de música contrarreformista. Superior, única, nunca alcanzada por sus contemporáneos. Transmite la grandeza de la sumisión a una norma, que es, como siempre en arte, el imperativo que amplía la libertad del auténtico creador.
Peligro: provoca una adicción embriagadora.
Ahí va…









miércoles, 28 de noviembre de 2012

Creadores de imagen


De "La voluntad de un pueblo" a...


... "El triunfo de la voluntad"  (de un "pueblo", se supone).


Si es que lo entregan a huevo.

Vallotton

"Persée tuant le dragon"




Éste es uno de los cuadros malditos del suizo Vallotton. Visión prosaica y ravagé del fabuloso mito de Perseo y Andrómeda. 
Con un fascinante onirismo, obsesionante en su pulcra grafía y desasosegante por su frío colorido de teatro de feria, nos muestra una nueva interpretación de la historia. 

En una desnuda playa, el héroe, convertido en un empedernido y musculado operario de fábrica con la cara bronceada por el sol y un fino bigotito de lechuguino, mata con una pértiga al monstruo enviado por Posidón, ahora un medieval cocodrilo de tío-vivo, mientras la bella hija de Casiopea es transformada en una mollar señora de mediana edad recién salida de la peluquería y avergonzada de su desnudez.
¡ Y sus modelos vienen directamente de la escultura helenística (ella es una de esas venus agachadas que se pusieron tan de moda)!  
Se diría que no es por el monstruo por quien teme la dama de piel rosada y turgentes michelines, sino por el esforzado obrero de tez oscura, el cual, triunfador seguro, se la va a llevar como trofeo para mancillar sin contemplaciones su delicado pudor burgués. La ascendente clase trabajadora, emparentada con el valiente y generoso Perseo, aniquila los monstruos del pasado para liberar a la mujer moderna de sus miedos, de sus prejuicios y enseñarle el amor libre. Qué candorosa extravagancia anarquista decimonónica.

Y qué estilo pictórico. Heredero de las síntesis formales de un Conrad Witz, de la gran tradición gráfica helvética, de los delicados esmaltados ginebrinos barrocos o de los desasosegantes ambientes de Ferdinand Hodler, Vallotton consigue crear un mundo que merece un lugar especial en la pintura del siglo XX. Qué poco se sabe de la admiración que le profesaron pintores posteriores mucho más célebres que él, entre ellos el ahora tan celebrado Edward Hopper, en cuya pintura las escenas íntimas de Vallotton (a menudo más complejas y elaboradas) fueron determinantes.

Adenda. Deshacer dos mitos. Por un lado, que Suiza no ha dado artistas; aquí, sólo en pintura, he señalado a tres (dos de ellos de categoría universal -entérate Harry Lime de El Tercer Hombre-). Por otro, que los países ricos europeos cuidan más la memoria de sus artistas; yo estuve en la fundación Vallotton de Lausana y doy fe de que es un semisótano pequeño y sombrío. ¡Para un artista como él! Seguro que en España tendría un fastuoso palacete (endeudado).





martes, 27 de noviembre de 2012

Agustín García Calvo


Ha muerto hace muy poco (el día de todos los Santos), Agustín (García Calvo). El sabio zamorano. Maestro único de lenguas y de saberes antiguos; hablador, dialogador, dramático, traductor (no lo puedo probar, pero dudo que exista en el mundo una traducción tan bella de la Ilíada) y poeta. Y en todo ello pensador. Querido por todos. Rey, a pesar suyo, de una corte de devotos seguidores, mediosanos y dementes; extravagantes, locos, insensatos… garciacalvistas pesados muchos. Convertido casi en una religión. Aun así, siempre fue delicado, paciente, comprensivo, amable y caritativo.
Cuántas cosas se podrían decir de este excepcional hombre. Cuántas obras, y cuántas hermosuras inolvidables en ellas sobre las que se vuelve más tarde o más temprano. Sí, esa razón, esa voz del corazón soltando verdades como puños, simples y poderosas, dichas como hacía mucho tiempo no se oían. Saber e intuición al alimón, verdad y sensibilidad mezcladas.
Ahora sólo quiero recordar una de esas altísimas gracias que dejó escritas (pero no muertas a pesar de ello, Agustín). Un poema a un burro, “Al burro muerto”. Once endechas de diferentes ritmos en recuerdo de un burro real, un burro que tuvo y amó (poco que ver con las cursilerías hiperliterarias de aquel otro tan famoso). Creo que pocos poemas narrativos más sensibles se pueden leer. No obstante, en él se descubre el pensamiento existencial básico de Agustín. La denuncia del mundo del Hombre (con mayúsculas) contra la vida gozosa y razonable; la vida cuyo sentir (que no idea) habita en el fondo oscuro del corazón de todos. Lo que él llamaba el “pueblo”, o sea, la inteligencia cuya expresión más clara era el habla, el lenguaje no domeñado todavía por las diferentes y variopintas formas de poder (entre ellas, primero, la Educación y la Cultura). Pero imagino que poco quedaba ya de eso para Agustín puesto que volcaba aquí todo su cariño en un animal sin habla (aunque no mudo), sin lenguaje, libre por tanto de las torcidas empresas del hombre y sus ideas. Contra éstas, siempre mentirosas, la sola presencia de una persona animal (que tampoco es persona, por Dios, me diría él, que es lo que no se sabe y no tiene nombre) cifrando todo el encanto de la vida que, como él decía, apenas ya tenemos, o apenas nos dejan ni nos dejamos tener.
Ahí van unos versos al respecto, irreductibles:

“Y es que tú también eras
el pueblo, sí, la gente, lo que quieras.
(…)Pero es que lo del pueblo que te cito
no está hecho de hombres propiamente:
porque es que entre la gente
hay, jumento bendito,
más que hombres, hay más; y más te añado:
que, si bien lo razonas,
en un cualquier poblado
lo que de pueblo vive
es lo que no es ni hombres ni personas:
pueblo es aquello que ni se concibe
ni se cierra en el cargo
de número de almas y de votos,
y vive, sin embargo,
gracias a que los hombres están rotos
y nunca acaba cada
uno de ser quien es ni de ser nada.”(…)

Salud, así, Agustín, allá en tu eternidad sin nombre.

Mares de Icaria


Sí, aquí un mar de Icaria, símbolo de todas las caídas, en la célebre pintura de Brueghel.
Pero, ¿dónde está Ícaro?... Está en la parte inferior derecha del cuadro, en su accidentado chapuzón. Casi no se ve. Es un escenario terciario que va detrás de las escenas de pastoreo y de trabajo agrícola. Ícaro entra así en el repertorio anecdótico de la conciencia cósmica de Brueghel. Lo hace ‘detrás’ de un campesino, un pastor  y también de un pescador (más abajo, derecha). El mítico personaje pasa en esta obra a formar parte del  mecanismo natural total. Entra en la normalidad del mundo tras haber pretendido estar por encima de él y brillar como el sol. Ascendió desde su encierro hacia el sol, más y más, a pesar de las advertencias de Dédalo, su apolíneo padre, el constructor, precisamente, del laberinto que lo atrapaba. El laberinto es a la vez depositario del juego, de la reflexión y de la violencia animal-divina; esconde lo sagrado, el secreto, la muerte. Acaso se puede vencer la trampa física de los laberintos artificiales con ingenio (el hilo que se devana allí puede simbolizar el logos)… pero a condición de saber que en vida nunca se vencerán los imperativos del indescifrable laberinto de la creación. La soberbia acaba siendo ridícula y se paga. Pero también la prístina inocencia puede ser peligrosa.
El bueno de Brueghel aúna costumbres (género), humor y devoción por el paisaje, como siempre. La pintura entra inmediatamente en el espectador. Su excepcional fusión de estilización arcaica, virtuosismo espacial y detalle preciso es irresistible para el sentido de la vista. Dejando las interpretaciones alquimistas para otro día, aquí se ama el mundo y se respeta al hombre, ya digno en sus humildes tareas cotidianas, ya ridículo y olvidable en sus orgullos y tragedias. Al cabo, será igual... Todos caeremos en el mismo mar de Icaria.
Valga esta imagen, pues, de telón para este blog.