Como regalo a los amigos que aquí están y que por aquí
pasan, diremos adiós al año con uno de los momentos cumbres del final del
Barroco. Un Gran Estilo despidiendo una era.
El Larguetto affetuoso del Concerto Grosso op. 6 nº 4 de
Haendel.
Música amplia, viril y distinguida donde las haya. Música
para una fiesta de verdad, como las de aquel pasado vehemente y excesivo.
¡El amor de los contrarios; esas falsas apoyaturas de efecto
descendente mientras el movimiento melódico asciende hacia las cúpulas doradas de los palacios…
la menor, do mayor! ¡Oh, grandeza; oh, hermosura; oh, ambición! Porque no… no… Como dijo el poeta: ¡No
tenemos sed de agua ni hambre de pan, sino hambre de oro y sed de champán!
Hoy domingo me estaba convenciendo de que no ir a ver a mis
padres la noche de fin de año, que pasarán solos, no suponía nada para ellos
porque están ya muy mayores y olvidadizos, y prefieren obviar estas
celebraciones más fiesteras que familiares; que, además, ellos mismos han
afirmado reiteradamente que no les importa y que si patatín y patatán… Y de
repente, sí, de repente, se me han venido a los ojos unos versículos del Eclesiástico, primera
lectura bíblica de la fiesta de la Sagrada Familia que es hoy:
“(…) Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le
causes tristeza.
Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le
desprecies en la plenitud de tu vigor.
Pues el servicio hecho al padre no quedará en el olvido (…)”
Pasaré, paciente y feliz, la Nochevieja con mis padres.
En otro post recordaba que a nuestro querido Schnittke se le
“oxidaban” los acordes apenas escritos en el papel pautado.
Aquí, las disonancias semitonales empiezan a arruinar la
célebre canción navideña a partir del segundo 46.
El alcohol, el tabaco, el cansancio y el sueño pasan factura
en la Nochebuena. También los fantasmas de la melancolía y el recuerdo:
En el final de la muy navideña Dublineses, el recuerdo y la
melancolía, la nieve y el silencio lo son todo; pero aquí, tras el inesperado y
amargo descubrimiento del desamor y la soledad sobreviene una soberana comprensión del
destino:
Tenemos una
idea muy asentada según la cual la Navidad (fiesta del nacimiento de Nuestro Señor) es un momento de excesos, especialmente
durante esos eventos familiares tan señalados en los que comemos y bebemos sin tino.
Y la mala
conciencia, sin duda extendida en el mundo occidental, no llega tanto por la parte de los 'castigos' que infligimos al cuerpo, con sus inevitables malestares físicos, sino más bien por
la vieja imaginación cristiana que nos coloca de forma automática frente a la
visión de un Cristo austero, de severidad básicamente pobrista, comiendo
chuscos de pan y bebiendo agua de los caños.
Pero abstención
y ayuno eran más bien prácticas habituales de numerosas sectas y grupos de la
época de Cristo, entre ellos, claro, los fariseos, y no tanto del supuesto
fundador y líder del Cristianismo ni de sus bullangueros seguidores.
Por eso, es
muy pertinente recordar ahora cómo llaman a Jesús los muy formales fariseos y los
admiradores de Juan el Bautista según nos cuentan los evangelistas Mateo y
Lucas; nada menos que:
“φάγος καὶ οινοπότης” (‘fágos kaí
oinopótes’)
Lo cual
significa, literalmente, “comilón y bebedor de vino”. Sí, exactamente eso que
les provoca mala conciencia cristiana en estas fechas… a los que no han leído
con atención los Evangelios.
Si el Mesías
y sus seguidores fueron acusados de los típicos excesos que nos fustigan desde
un equivocado imaginario pobrista cristiano, ¿quiénes somos nosotros, infelices
mortales del orbe neotestamentario, para envanecernos y creer que debemos tener mala conciencia por comer
y beber en estas fechas?
Ayúdense a
sí mismos, pues. Coman y beban sin remordimientos durante estas fiestas… a
imitación de Cristo. (En la imagen: Las bodas de Caná, de Veronés.)
El boxeador ilicitano Kiko La Sensación Martínez se hizo de
nuevo con el cinturón mundial súper gallo en versión de la Federación
Internacional de Boxeo (FIB) tras derrotar por nocaut en el noveno asalto al
sudafricano Jeffrey Mathebula.
La Sensación Martínez demostró estar en su mejor momento de
forma con un boxeo de ataque que más que desgastar a sus oponentes los demuele
en la distancia corta con un repertorio de puños completo y de una potencia
verdaderamente intimidatoria. Mathebula reaccionó en el quinto, pero sólo
sirvió para que Martínez se tomara un pequeño descanso durante los dos asaltos
siguientes y volviera a imponer su castigo en el octavo hasta que, ya en el
noveno, un gancho certero cargado de cloroformo acabó con el aspirante en la lona.
A pesar de que la extraordinaria velada se celebró en Elche (21-XII-2013),
ciudad natal del campeón, ninguna televisión del país tuvo la decencia de
retransmitirla. Ya se sabe que aquí han decidido borrar todo lo que no sea la
cursi, reiterativa e impostada gazmoñería multimillonaria futbolera.
Con un estilo suavemente humorístico concentrado hasta el extremo, consigue caracterizar el dogma marxista prestigiando de paso el sentido del mito bíblico: "A la inversa del arcángel bíblico, los arcángeles marxistas impiden que el hombre se evada de sus paraísos."
Hay una escena particularmente excepcional en la película
Tiburón.
El jefe de policía, el joven oceanógrafo y el curtido cazatiburones se encuentran en el interior del viejo pesquero con el que
persiguen a la temible bestia marina. Han cenado y han bebido, e inician,
apenas sin pretenderlo, una típica relación de camaradería masculina inexistente hasta
entonces.
El capitán y el científico empiezan a mostrar las huellas de
heridas diversas y cicatrices causadas por tiburones. Bromean y por primera vez
se ríen a gusto. De pronto, el 'jefe' y el investigador se percatan de un tatuaje que tiene el capitán en el brazo
y la escena se ensombrece: es un tatuaje del USS Indianápolis, el barco que
transportó el uranio-235 que sirvió para armar las bombas de Hiroshima y
Nagasaky. Finalizada esa siniestra misión, el Indianápolis se dirigió hacia las
Filipinas, pero fue interceptado y hundido por un submarino japonés cerca del
golfo de Leyte.
Ahí comienza la escalofriante historia del capitán Quint
(Robert Shaw). Un episodio que ocurrió de verdad. Otro pliegue de la
intrahistoria eclipsado por la historia oficial.
Con qué maestría lo introduce Spielberg para dar calado
dramático y dimensión universal a su fantasía.
De hecho, lo que hace es subvertir la relación habitual entre realidad y ficción de la narrativa: no parte de un hecho real para inventar sobre él, sino que a mitad de la película, que es pura invención, coloca el peso de una realidad histórica; prístina, diáfana, perfilada... Las palabras de Quint superan la espectacular ficción en la que estábamos metidos y nos cambian el paso.
El capitán cuenta lo ocurrido como un secreto ominoso grabado como una pesadilla en lo más profundo de su alma. En ese momento se
acerca a los misterios insondables de otro capitán de novela, Ahab.
Que cambien las severidades de las viejas procesiones es
algo que no deja de ser extraño, pero que casi cualquiera puede aceptar. Ahora
bien, que esos cambios nos lleven a momentos de disparatada y calenturienta
chocarrería como éste del vídeo es una cosa que nadie hubiera podido imaginar.
La comprensión universal de la Iglesia Católica supera hasta
las más enfebrecidas visiones distópicas y permite que en una aldea gallega
acompañen solemnemente al santo de palo, al mosén y a las beatas del lugar unos
destemplados acordes del himno de la CNT (¡A las barricadas!) y, ¡atención,
porque si creían que habíamos llegado al límite de lo paranormal es que no
saben nada del mundo!, también la música de la serie… El coche fantástico!!
No, no nos engañemos, insisto, ni los aperturistas
antiliturgia más cachondos y cañís del Concilio Vaticano II hubieran podido con
una cosa como ésta.
El señor cura, tan impertérrito como la sagrada imagen se
detiene antes de entrar otra vez en la ermita para despedir a la cochambrosa y
simpática banda… Lo que no sabremos nunca es si su dulce mirada está diciendo
algo así como… “Gracias, zagales, por la colaboración …” o más bien… “Ya os
pillaré, ya, joputas!”.
Sea lo que sea, hay que reconocer que nuestra inefable y
amorosa iglesia nunca dejará de sorprendernos.