Abrumadora debe de ser la tarea
de quien, como Benedicto XVI, se propone firmemente mostrar mediante la unión
de dogma y razón que la Iglesia es el sostén de la verdad cristiana, o sea, de
la Verdad, en un mundo (y aun en una Iglesia) en el que la verdad cambia de
nombre cada 24 horas.
Este papa se obsesionó en que
tras cada una de sus explicaciones, de sus reflexiones, de sus escritos se
pudiera decir “esto es lo que está más lejos del error”. Ello implicaba, a
menudo, una oposición a los poderes de lo fáctico y podía reflejar tenacidades,
rigideces y resistencias poco simpáticas… muchas veces incluso para las
tendencias internas del propio Vaticano.
No estoy apuntando una teoría
(manida ya, sería) de los motivos de la renuncia de Ratzinger a la cátedra de San Pedro,
sino reconociendo, más bien, un empeño que ha recorrido su pontificado.
Benedicto XVI fue un
contradictorio desde el dogma a direcciones ideológicas bien afianzadas en la Iglesia y expositor de mucha de su descomposición moral. No fue un diplomático.
Su renuncia delata su ausencia de diplomacia y su negativa a las componendas.
Quizás uno de sus principales, digamos, ‘defectos’ como cabeza de la Iglesia
estaba en la disociación entre la brillante defensa discursiva de la autoridad
teológica y su incapacidad para imponer esa autoridad en casa. Él entendió, en
contra de muchos, que uno de los modos de recuperación de la autoridad era la
vuelta a una liturgia seria, severa y compleja y el olvido de graciosos sermones
idiosincrásicos, guitarritas destempladas y cancioncillas escolares vernáculas
traídas por los mil vientos del último concilio ecuménico. En ese sentido, el
papa pensaba que la Iglesia puede ser muchas cosas, pero nunca eco de moda ni
tampoco institución necesitada de andar en adaptable consonancia con la
corrección política. Cabe pensar que este papa prefería una Iglesia reducida
pero auténtica (radical en cuanto cercana a su espíritu original) a una Iglesia
masiva y creciente pero contemporizadora con los caprichos y delirios del
mundo. No era mundano, desde luego; sin embargo, intentó explicar al mundo que
fue precisamente la Iglesia Católica la que salvó la razón en occidente.
Pero vayamos, con el talento de
Nicolás Gómez Dávila, a los textos que mejor ilustrarán lo que decimos sobre
dogma y autoridad:
-Dogma:
“Los dogmas cristianos son
refutaciones implícitas.
Las fórmulas dogmáticas no
exponen el contenido de la fe, sino que excluyen interpretaciones que la
adulteran.
La metáfora dogmática señala un
rumbo, sin anticipar descripciones de la meta.”
-Autoridad:
“Autoridad es la característica
propia de lo que nos subyuga, como la poesía de Homero o el genio de Platón.”
[cuánto más las creaciones del cristianismo, podríamos añadir] “Autoridad no es
lo que logra mandar, sino lo que no es concebible que se desobedezca sin
demencia.”
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