La novela Solaris, de Stanislav Lem, acaba con un monólogo
del protagonista en el cual, entre la perplejidad y la entrega a la fatalidad,
nos comunica que sin tener esperanzas... vive de esperanzas, y ello junto al océano
pensante del planeta Solaris que es un organismo susceptible de materializar
los deseos ocultos de las personas.
El deseo oculto del protagonista era su mujer, muerta años
atrás; muerta por suicidio.
Cuando él, al principio de la novela, va a la estación
espacial en órbita junto a Solaris aparece ella de nuevo en su vida. Así,
cabría pensar que el tormento del protagonista, en principio, debería
desvanecerse, que su deseo máximo cumplido debería hacerle feliz. Pero no es
así. La vuelta de la esposa se hace enseguida problemática. Su mujer
‘resucitada’ no es exactamente la mujer de antes, es más bien su deseo; ya no
se trata de aquella persona independiente y libre que había conocido en vida,
sino de una presencia real, exactamente ella, sí, pero ahora totalmente dependiente
del pensamiento de él y de su inevitable sentimiento de culpa. Pronto, el
deseo, sin desaparecer, se convierte también en un castigo. Y ella lo sabe,
por eso decide eliminarse (otra vez).
Bien, esto es lo que aprovechó Tarkovsky para dar, según
Slavoj Zizek, una lectura radical del subconsciente masculino en el final de su célebre película homónima.
Tarkovsky obvia el final original del relato de Lem para
mostrarnos una “comunión sagrada” -como dice muy bien Zizek- entre el
protagonista… y su padre.
Sí, el padre. No hay un encuentro definitivo de la pareja
que se ama, no. En este final el personaje principal se ve de pronto ante la
casa de su infancia en cuya puerta le está esperando el padre. Cuando llega
ante él se arrodilla y le abraza.
La lectura de Zizek es que aquí la mujer representa en el
subconsciente del hombre una idea culpable, el deseo más bajo y a la vez más
potente de materialidad, de posesión inequívoca de algo. Está interpretado como
un deseo impuro que imposibilita la felicidad del hombre.
Según esto, lo que haría el cineasta ruso sería liberar al
hombre de esa carga de deseo y colocarlo en un estado de inocencia y de pureza
que sólo la infancia puede ofrecer o que, al menos, el realizador busca en una
representación ritualizada de la infancia:
Por su parte, Steven Soderbergh nos presenta un Solaris con un happy ending añadido, inspirado por el poema de Dylan Thomas Y la muerte no tendrá señorío: el protagonista se queda en Solaris y recupera lo que
deseaba, su vida de antes, para siempre. Se trata de una especie de ‘más allá’
en el que los dos se encuentran ‘nuevos’ para darse el uno al otro en perpetua
armonía. El triunfo del amor:
Tenemos, por tanto, tres finales diferentes:
El filosófico-especulativo de Lem.
El psicoanalítico-místico con resonancias bíblicas de
Tarkovsky.
Y el optimista-soteriológico de Soderberg.
Como lectores de Lem nos quedamos insatisfechos y
reflexivos, presos de una incierta melancolía.
Como espectadores de Tarkovsky nos quedamos atrapados en la
intuición de una pureza perdida que no identificamos plenamente pero que nos
interpela desde su poderoso símbolo.
Y como espectadores de Soderbergh entramos, tranquilizados y
afirmativos, en el círculo circunscrito de los deseos cumplidos.
Lem delata un racionalismo católico.
Tarkovsky un ascetismo atormentado veterotestamentario.
Soderbergh una esperanza optimista americana.