Después de la época dorada sólo se han atrevido a escribir
valses a lo grande (con resultados hasta cierto punto originales) compositores que tenían un talento especial para la melodía (Nielsen,
Prokofiev, Ravel, Sibelius, Shostakovitch, Katchaturian…).
Los de éstos son valses en los que aquella satisfecha y
alada ligereza danzante propia del vals clásico (la familia Strauss, etc.) se
ha transmutado en una gravedad de sesgo trágico, quizás no siempre explícita,
pero siempre presente aun como una potencia seminal amenazante.
El vals después de la gran época del Vals sobrelleva una
carga funesta.
Tiene lugar un fabuloso cambio de humor.
Extraordinario
fenómeno este.
Es como si el inevitable 3/4 ya no fuera capaz de cantar la
inocente alegría de vivir, sino únicamente la necesidad de un coraje heroico
para vivir. El entorno dulce del mundo se vuelve cambio en dirección a lo
cruel.
Después de esa generación trágica apenas alguien se ha
encarado todavía con el anacrónico baile. Los que lo han hecho sabían que nadie
les iba a creer y que su empeño caería bajo el sello de lo grotesco. Por eso
entreveraban el vals con otros ritmos de baile y, a menudo, con la broma
circense. Estos últimos, los de la broma circense, han sido los más serios. Y
entre ellos, en primer lugar, cómo no, nuestro apreciado Schnittke, sí, aquí de
nuevo.
El Intermezzo de su “Payasos y niños”. Un vals en el que a
partir del segundo ’25 se empieza a desplazar la caída de los tiempos de la
melodía con respecto al compas 3/4 en una sensación de descontrol sólo corregida, aparentemente, por casualidad.
Schnittke nos dice que ya no hay vals alegre (clásico), y que
tampoco hay vals trágico (posclásico), sino que sólo hay vals casual, perdido, enajenado e insustancial.
Sí, pero... ¡qué música tan obsesionante!
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