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sábado, 6 de abril de 2013

Teoría (totalitaria) del paisaje



Un artículo de Eduardo Gil Bera (4-IV-13) que he visto hoy.
Va sobre esos cientos y cientos de hombres, mujeres y niños asesinados por ETA y calificados recientemente de “víctimas políticas” por unos grupos nacionalistas abertzales que viven de un Estado y se amparan en una Constitución que odian (para existir en democracia y de paso cobrar sustanciosos sueldos y ayudas públicas).
Se nos cuenta en el artículo, con escueta e irónica precisión, cómo funciona el pensamiento totalitario que asume el exterminio por mor de una ideología tan ridícula, efectivamente, como la visión ideal de un obseso plasmada en un cuadrito; la idealización de un paisaje identitario que se convierte en la energía que pone en marcha la fábrica de muerte.
 La creación del paisaje es así: Se vive en un lugar -la calidad y características del cual son perfectamente irrelevantes, lo importante es sentir pertenencia y diferencia con respecto a cualquier otro lugar-. Seguidamente se idealiza ese lugar y a los que se sienten proyecciones naturales e inequívocas de ese lugar y se fijan unos criterios de representación en los que se marcan los elementos reales del lugar que no armonizan con el conjunto idealizado. Finalmente, si esos elementos marcados no acaban por adecuarse a la idea del lugar y siguen molestando se toma la decisión de eliminarlos. No se eliminan porque sí, por capricho o por gusto, sino por la necesidad de aquilatar el resultado final de la idea. ¿Qué o quién perjudicaría el logro de una obra sublime sin merecer una respuesta definitiva por parte de los creadores de la obra? Se trata de víctimas formales a las que se da la categoría y la calificación correspondiente para que encajen en la comprensión del proceso, con su parte dolorosa pero necesaria, de la extraordinaria realización.

Aquí el artículo:
“(…) Una vez pintó Philipp Ernst un cuadro precioso que recogía con ideal fidelidad la vista del jardín desde su ventana. Como había un árbol que estropeaba el conjunto y vulgarizaba el paisaje, lo omitió hábilmente. Pero un artista magnánimo como él no pudo dejar de sufrir terribles remordimientos por semejante delito de lesa majestad contra el realismo. Una noche en que los remordimientos eran especialmente fastidiosos a causa de la luna llena que iluminaba el jardín con el dichoso árbol fuera de ordenación, el artista se levantó y cortó el árbol.
No es comparable, desde luego, que un maderista tale un árbol con vulgares propósitos de compraventa, y que lo haga un artista movido por su entrega al arte.
Es preciso comprender que hay un cuadro ideal de por medio. Es como ese millar escaso de árboles que los artistas idealizantes han talado del lindo cuadro de la vasquidad irredenta. Los clerizontes de la causa predican ahora que fueron talas artísticas que perseguían una perfección revolucionaria, no se pueden comparar con las talas vulgares. Desde luego, en este campeonato de limpias ideales, los leñadores vascos quedan muy por debajo de los islamistas suicidas, y no les llegan ni al cinturón explosivo. De modo que, dentro del género de las talas evitables sólo con que esos árboles se hubieran ido de nuestro cuadro, tenemos una categoría vasca, que es la tala política con huida del leñador idealista ma non troppo, y una islamista, superior cómo no, donde el artista no huye y se hace astillas a una con el arbolado infiel, lo cual es idealismo de primera clase. Así tendríamos tres categorías de talas, las religiosas, las políticas, y las corrientes, citadas en orden decreciente de idealismo y entrega generosa del leñador.
Se sigue de la preceptiva vasca idealista y revolucionaria que los muertos de la Torres Gemelas, por ejemplo, alcanzarían la categoría de víctimas religiosas, mientras los de Hipercor se quedarían en víctimas políticas, que si bien es algo de menos ringorrango, nunca será tan vulgar como las víctimas corrientes que mata un cualquiera sin ideales políticos ni religiosos. Así que reconozcamos que el clero explicador abertzale, al honrar el idealismo de sus leñadores, concede indirectamente cierta categoría, aunque sea vil, a los árboles que le estropeaban el cuadro.”

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