El problema del malditismo
sublime es su repetición. Sin el gesto real del suicidio efectivo se convierte
en una reiteración, o sea en una impostura.
Leopoldo María Panero
permaneció casi siempre en ese espacio de luz fúnebre que está entre la vigilia
atormentada y el gesto definitivo simulado, y corrió el riesgo de convertirse,
como dijo su hermano pequeño, en un pesado.
Sin embargo, creo que
escribió algunos poemas meritorios por sinceros, hirientes… hasta por
visionarios; piezas que intentan refulgir como el relámpago en la noche oscura
del alma y que consiguen transmitir el temblor de una vida errada e imposible.
Lo del temblor es una virtud rara de la poesía.
“La vida no se puede vivir”,
dijo una vez. Y en el poema El loco
escribía:
“(…) Y sólo pude pensar que de
niño me secuestraron para una alucinante batalla
y que mis padres me sedujeron
para
ejecutar el sacrilegio, entre
ancianos y muertos.
He enseñado a moverse a las
larvas
Sobre los cuerpos, y a las
mujeres a oír
Cómo cantan los árboles al
crepúsculo, y lloran.
Y los hombres manchaban mi
cara con cieno, al hablar,
Y decían con los ojos “fuera
de la vida” (…)
He vivido los blancos de la
vida,
Sus equivocaciones, sus
olvidos, su
Torpeza incesante y recuerdo
su
Misterio brutal, y el
tentáculo
Suyo acariciarme el vientre y
las nalgas y los pies
Frenéticos de huida.
He vivido su tentación, y he
vivido el pecado
Del que nadie cabe nunca nos
absuelva.”
Es un poema con algunos
versos poderosos por verdaderos. Como veraz, miserable y luciferino (mezcla
meritoria, sin duda) es éste que siente terriblemente el juego del amor de esta
manera (Diario de un seductor,
titula):
“No es tu sexo lo que en tu
sexo busco
sino ensuciar tu alma:
desflorar
con todo el barro de la vida
lo que aún no ha vivido.”
¿Loco? No tanto; ni siquiera
por el fatigante juego teatral. Recordemos lo que deseó en un verso olvidado
sobre los que fueran a ver su lápida:
“(…) que puedan un día decir
sobre este frío
que no estuve loco.”