El denuedo físico del boxeo
implica la exaltación del vencedor y el silencioso olvido del perdedor. Pero el
vencedor lleva en su corazón la inquietud de la premonición de una derrota
inevitable, la cual se hará más y más presente e intensa cuantas más victorias
acumule.
La proeza física, tan
evidente, del luchador imbatido se irá cargando de un peso que acusa, mucho más
que su castigado cuerpo, un alma acosada por el triunfo; circunstancia que
puede durar, pero que jamás permanece.
Como los guerreros antiguos,
el boxeador expone su cuerpo considerándolo un escudo cuyo emblema es la
resistencia. Y esa resistencia es en el fondo la defensa de su alma trémula.
El espectáculo violento de un
combate de boxeo es la desesperada protección del espíritu inseguro.
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