El anticonvencional y demoledor Gombrowicz, el buscador de
la vida desnuda en su inmadurez perpetua, el desvelador de poses intelectuales
estériles y denunciador de conciencias falseadas, el retratista de lo
incompleto y lo fracasado, el humorista disolvente de la adultez… el incansable
fugitivo de la forma hecha, en fin, encontró a principios de la década de 1950
en el Catolicismo, ¡quién lo diría!, un ámbito cultural afín a su sensibilidad.
Así, escribe en su diario:
“(…) Me une [al Catolicismo] su perspicaz presentimiento del
infierno contenido en nuestra naturaleza y su temor ante la excesiva dinámica
del hombre. Observando a un católico me doy cuenta de que en ciertos aspectos
me he vuelto más cauto. Lo que en la orgullosa época de Nietzsche se consideraba
como abjuración de la vida dionisíaca, justamente esa cauta política del
Catolicismo ante las fuerzas innatas, se me ha hecho más próxima desde que la
voluntad de la vida, llevada a su máxima tensión, ha comenzado a autodevorarse.
La Iglesia se me ha hecho más próxima en su desconfianza hacia el hombre; mi
aversión hacia la forma, mi deseo de escapar de ella, la constatación de que
“todavía no soy yo”, que acompaña cada uno de mis pensamientos y sentimientos,
coinciden con su doctrina (…)”
De todo este fragmento destaca esa última percepción de
coincidencia con el Catolicismo en la visión de lo que no está cerrado, en ese
“todavía no soy yo”, que quiere decir que nunca alcanzaré un ni seré un ‘yo’
como algo definitivo, sabido y muerto. Precisamente, la ‘forma’ de concebir la
vida y el hombre que tiene la Iglesia como ‘falta de’ o ‘incompleto por’ es
también, aun desde otra perspectiva, lo que vigoriza la singular obra del
insobornable Gombrowicz y lo que le permite seguir reflexionando sobre sus
angustias, a veces de una manera demasiado desgarrada quizás por la ansiedad de lo provisional, pero sin
impostaciones culturales de ningún tipo y con una sinceridad desarmante.
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