La mayoría de literatos que pasan por
intelectuales siguen ejerciendo, en el fondo, de estetas, y con gran éxito, entre
una gran cantidad de público. No tiene nada que ver un esteta con un
intelectual (es ridícula la palabra "intelectual", pero me refiero a esos tipos que cuando
hablan o escriben son capaces, en un momento, de plantarte ante las narices un
paisaje despejado, sólido, quizás complejo, pero entendible por
medio de la razón frente a lo que era un momento antes la selva oscura de una
determinada realidad; o que con pocas palabras empiezan a complicarte la vida y te obligan a pensar sobre lo que creías obvio); pero el esteta actual es el que consigue una mayor
cantidad de población atenta por su capacidad de decir lo que agrada (o
desagrada, da igual) con explicaciones llamativas, provocativas, ocurrentes, contradictorias, en consonancia
con la corriente o novedad del momento, etc… aunque sin ninguna consistencia.
Como nadie, o casi nadie, va a contrastar las ocurrencias de domingo del
literato (o como quiera que se bautice) con la realidad o con su ocurrencia anterior, todo va para adelante.
Esto de la confusión del cuentista o
literato con el intelectual o estudioso estricto ocurre ahora mucho (es
sorprendente que casi todo el mundo confunda escritor de ficción con
intelectual; ¿será porque todos los suplementos llamados "culturales" dedican el
90 % de su contenido 'hipercultural' a la ficción?; ¿será que esos
escritores guais de ficción suelen salir en fotos enormes con cara interesante,
mano acariciando el mentón y un lienzo de librería de fondo cual modelos del intelecto?). Pero no es cosa
nueva, siempre ha ocurrido. Thomas Mann, precisamente un cuentista de primera
categoría, un ficcionista supremo que sin embargo siempre se ocupó de tener una
formación y pensamiento coherente, un hombre que fue un esteta fino, fino, filipino, pero
supo separar esteticismo de realidad política y conocimiento, es honesto y nos
lo recuerda, por ejemplo, a propósito de personajes de La novia de Messina de Schiller:
«(…) con las palabras
más lisonjeras, ensalza la paz, la compara con un amable mozalbete que, a la
vera de un tranquilo arroyo y con los corderitos triscando a su alrededor,
extrae dulces sonidos de su flauta, pero ya en el siguiente aliento aprovecha
la ocasión –o abusa de ella– para hablar, con la misma devoción poética, de la
guerra… En este pasaje, repitámoslo, Schiller es un esteta (…) Hubiese podido glorificar la guerra y
calificar de cobardes y llorones a los pacifistas (…) hubiese podido cantar a
la paz eterna, y estigmatizar la guerra como una recaída en situaciones
infrahumanas; (…) pero sumirse en la naturaleza esencial de la guerra y de la
paz con la misma y diletantesca comprensión, amor y libre intuición, eso
precisamente era el esteticismo, era la volubilidad –he de decirlo con todas
las letras– del parásito.»
Parásito, nada menos,
llama al esteta. ¡Y estamos hablando de Schiller! Y se dirá… Pero hombre, ‘todo buen escritor, aunque invente
historias, guarda, como el mismo Thomas Mann, una coherencia gnoseológica sobre su obra, la realidad y la
vida’…
Mmmmm… Haberlos haylos; pero sobre la mayoría de ellos, ¿de verdad
estamos seguros de eso?