A finales de la
primera década del s. XIX la administración húngara, fiel y aguerrida súbdita
de la monarquía austríaca, encargó a Beethoven un par de obras conmemorativas
para la inauguración del entonces gran teatro de Budapest, regalado por la
corona. Una de ellas fue la muy poco conocida aún hoy música dramática Rey Esteban (el primer rey húngaro), op.
117.
La facilidad
creativa de sesgo marcial del genio sordo se puso en marcha, pim-pam-pum.
¡Pero!... ay amigos, pero en la breve y en principio convencional obra escondió
Beethoven dos momentos absolutamente maravillosos dignos de su superioridad
creativa.
El primero,
quizás el más conocido para los muy melómanos, el primer coro femenino con
orquesta de los doce números totales de la obra. Lirismo que atempera ese
músculo marcial beethoveniano propio de toda su obra orquestal. Melodía jovial
y danzante típica de los momentos más luminosos y alegres del genio de Bonn (y
tampoco eran tantos); amor entre una suite de salón y el paso soldadesco un punto zarzuelero:
El segundo,
uyyyy, la segunda perla es una marcha solemne a la manera de un equale muy breve, pero que nos pone en
contacto con los momentos sublimes de su mundo tipo adagio del cuarteto op, 133. O sea, el mejor Beethoven. Solemnidad
fúnebre clásica con una polifonía orquestal que mira el mundo sacro del
renacimiento. Qué severa maravilla de apenas tres minutos:
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