Algunos de los más celebrados (por populares y promocionados) creadores de este país (y ya no me refiero a los jetas y horteras de la farándula) siguen pensando que la administración del Estado debe apoyar eso que llaman Cultura en todas sus manifestaciones; entiéndase: el teatro, el cine, la música, las artes plásticas… incluso la escritura (novela, poesía, ensayo). Pero en realidad no se refieren tanto a la promoción y cuidado de buenas escuelas de bellas artes, de teatro, de música, de cine, etc, sino más bien a dar dinero -¡prácticamente a mantener!- a grupos e individuos que se dedican a esos menesteres sin que nadie les haya obligado, como si todo el mundo (pues la administración no hace más que emplear el dinero que demanda a todos los ciudadanos) les debiera algo a esos individuos.
Puede deplorarse, por supuesto, que el Estado no
dedique más pasta (de la nuestra, de la de todos) a investigación, educación,
desarrollo de ámbitos de estudio específicos, bibliotecas… Molesta,
naturalmente, que se impongan impuestos altos a cines, teatros y demás
espectáculos similares; jode, por ejemplo, que el esfuerzo económico para poder
entrar en una sala de cine se vaya equiparando poco a poco al que se hace para
ir a la ópera (a lo caro de la ópera, que también jode, ya estábamos
acostumbrados aun los usuarios de gallinero). Todo esto es evidente, claro,
pero lo que parece que delata esa afición al intervencionismo de algunos que
viven entre musas es el temor a una ciudadanía adulta y libre que atienda sus
propios intereses culturales, artísticos e intelectuales, que decida qué quiere
ver, oír, leer… y qué dinero gastar por ello. No creen que puedan vivir de eso.
No se fían de una Cultura que no esté mantenida… porque no se fían ni de ellos
mismos. Y saben perfectamente que el Estado que subvenciona no lo hace
desinteresadamente, sino esperando una respuesta amable, fiel o cuando menos
inocua y no lesiva para su imagen por parte del subvencionado. Nadie debe
morder la mano que lo alimenta.
Hacer de una actividad privada y libérrima, como se
supone que es hoy en día la expresión artística (¿qué artista actual, por muy
descaradamente subvencionado que esté, no hace gala de esto continuamente?), un
obligado asunto de servicio público no muestra más que la falta de
independencia de la capacidad creadora del que lo reclama y el miedo a soltar
amarras con respecto al cómodo y seguro proteccionismo maternal que brinda la
administración pública.
Una cultura del subsidio no puede ser nunca una
cultura crítica, o sea, una cultura viva; como mucho alcanzará el estatus de
espectáculo aceptable. Porque la Cultura, mito entre los mitos de nuestra
época, no puede ser un deber social sin
ser sospechosa.
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