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sábado, 29 de junio de 2013

“El fuego fatuo”. La Rochelle-Maurice Ronet.


En 1931 Pierre Drieu la Rochelle publicó El fuego fatuo (Le feu follet), un libro sobre drogas y suicidio. Una novela sobre la tragedia de cuando la vida se nos pone del revés sin aparentes motivos.
Es una obra aristocrática, breve, seca. E hiriente como un escalpelo envenenado.

La brillantez del autor nos asalta en cada página con frases cuya austera elegancia formal sólo es superada por una lúcida y destructiva visión de la existencia que nos muerde el alma sin piedad y nos deja a la intemperie como únicamente las grandes obras saben hacerlo.

El protagonista, al fin (esta obra es toda ella una radiografía del fin), es una máquina de despojamiento de lo que creyó que podría tener algún día y nunca tuvo. Todo aquello que postergó para el futuro se le muere repentinamente entre las manos cuando ya es tarde para vivirlo… Entonces su capacidad de acción se convierte sólo en capacidad de destrucción. Definitiva, total.

La droga ha sido para él, como para todos los que acuden a ella, el más eficaz medio de aislarse de la realidad, el medio de mantener inmóvil e inmune la ilusión de la juventud y el estado flotante de una vida sin caminos definitivos. Pero también ha sido la vía que le ha revelado, sincera y despiadada, la falta de amor sin remisión posible. Hay un momento en que Alain, el protagonista, reflexiona hacia sí mismo mientras se pincha el brazo… “(…) me mato porque no me habéis querido, porque yo no os he querido. Me mato para apretar nuestros lazos. Dejaré en vosotros una marca indeleble. Sé muy bien que se vive mejor muerto que vivo en la memoria de los amigos (…)”

Sin embargo, Alain, no actúa como una figura patética. A nadie molesta en la irrenunciable deriva de su larga despedida. La Rochelle escribe con aceleración pero magistralmente sobre el paso de la energía vital al morbo letal del personaje y la conciencia terrible que él tiene de eso, por ello: “(…) permanecía inmóvil, frágil, temiendo esbozar el menor ademán porque sabía que tal ademán sería su sentencia de muerte”.

El estado que transmite esta última frase es el que recoge, creo yo, el espléndido Maurice Ronet  en la película homónima del director Louis Malle. Toda la película, muy fiel a la novela, se sustenta en el rostro de Ronet. Un rostro que debe transmitir todo el esplendor del pasado, todo el derrumbamiento del presente y toda la perplejidad emocional que supone no poder evitar entregarse a la muerte. Maurice Ronet lo consigue con una economía expresiva increíble, apenas con una imperceptible inquietud, con una mirada frágil y anhelante...
Esta escena muda muestra cómo el protagonista percibe cada detalle de su entorno como una herida puesto que ya nada puede vivir en él con normalidad, ya todo está infectado de muerte bajo su mirada a pesar de que la realidad aún le presenta sus dádivas:



4 comentarios:

  1. Gregario existencialista10 de julio de 2013, 6:40

    Bien por Ronet. No lo conocía, ni a él ni a la película.

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  2. Gregorio existencialista10 de julio de 2013, 6:44

    Por cierto, ¿no sabrás qué pieza es la que suena?

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  3. Suena la primera de las Gnossiennes de Satie. Se empleó mucho la música de Satie en el cine de esa época (bueno, y después también).

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  4. Gran Maurice Ronet. Lástima que muriera tan joven todavía; el tabaco le pasó factura.

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