En 1931 Pierre Drieu la Rochelle publicó El fuego fatuo (Le feu follet), un libro sobre drogas y suicidio. Una novela sobre la tragedia de cuando la vida se nos pone del revés sin aparentes motivos.
Es una obra aristocrática, breve, seca. E hiriente como un escalpelo envenenado.
La brillantez del autor nos asalta en cada página con frases
cuya austera elegancia formal sólo es superada por una lúcida y destructiva
visión de la existencia que nos muerde el alma sin piedad y nos deja a la
intemperie como únicamente las grandes obras saben hacerlo.
El protagonista, al fin (esta obra es toda ella una
radiografía del fin), es una máquina de despojamiento de lo que creyó que podría
tener algún día y nunca tuvo. Todo aquello que postergó para el futuro se le
muere repentinamente entre las manos cuando ya es tarde para vivirlo… Entonces
su capacidad de acción se convierte sólo en capacidad de destrucción.
Definitiva, total.
La droga ha sido para él, como para todos los que acuden a
ella, el más eficaz medio de aislarse de la realidad, el medio de mantener
inmóvil e inmune la ilusión de la juventud y el estado flotante de una vida sin
caminos definitivos. Pero también ha sido la vía que le ha revelado, sincera y
despiadada, la falta de amor sin remisión posible. Hay un momento en que Alain,
el protagonista, reflexiona hacia sí mismo mientras se pincha el brazo… “(…) me
mato porque no me habéis querido, porque yo no os he querido. Me mato para
apretar nuestros lazos. Dejaré en vosotros una marca indeleble. Sé muy bien que
se vive mejor muerto que vivo en la memoria de los amigos (…)”
Sin embargo, Alain, no actúa como una figura patética. A
nadie molesta en la irrenunciable deriva de su larga despedida. La Rochelle
escribe con aceleración pero magistralmente sobre el paso de la energía vital
al morbo letal del personaje y la conciencia terrible que él tiene de eso, por
ello: “(…) permanecía inmóvil, frágil, temiendo esbozar el menor ademán porque
sabía que tal ademán sería su sentencia de muerte”.
El estado que transmite esta última frase es el que recoge,
creo yo, el espléndido Maurice Ronet
en la película homónima del director Louis Malle. Toda la película, muy
fiel a la novela, se sustenta en el rostro de Ronet. Un rostro que debe
transmitir todo el esplendor del pasado, todo el derrumbamiento del presente y
toda la perplejidad emocional que supone no poder evitar entregarse a la
muerte. Maurice Ronet lo consigue con una economía expresiva increíble, apenas
con una imperceptible inquietud, con una mirada frágil y anhelante...
Esta escena muda muestra cómo el protagonista percibe cada
detalle de su entorno como una herida puesto que ya nada puede vivir en él con
normalidad, ya todo está infectado de muerte bajo su mirada a pesar de que la
realidad aún le presenta sus dádivas:
Bien por Ronet. No lo conocía, ni a él ni a la película.
ResponderEliminarPor cierto, ¿no sabrás qué pieza es la que suena?
ResponderEliminarSuena la primera de las Gnossiennes de Satie. Se empleó mucho la música de Satie en el cine de esa época (bueno, y después también).
ResponderEliminarGran Maurice Ronet. Lástima que muriera tan joven todavía; el tabaco le pasó factura.
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