La pintura del mexicano Daniel Lezama es un desinhibido reverso de aquel célebre muralismo conmemorativo indigenista de triunfo internacional.
Las grandezas mesoamericanas
pre y pos colombinas son transformadas por Lezama en extrañas, sofocantes y
sórdidas piezas carnavalescas por la vía de un realismo pictórico que delata
memoria de una tradición artística española que va de Goya a Gutiérrez Solana.
Su esforzada vocación
realista se concentra en la figura humana y muy especialmente en la figura
femenina, la cual aparece, casi a partes iguales, como maternidad icónica, como
objeto de deseo y como víctima carnal divinizada. A su lado, la adolescencia
púber reclama una presencia potente y turbadora, sexual, pero quizás de futuro
poco halagüeño. El hombre adulto, por su parte, suele ser, alternativamente, figura ominosa y ridícula.
México, el gran México
intemporal y el actual es amado por D. L. con la perplejidad y la rabia de
quien conoce bien la Historia, con mayúsculas, de unas grandezas y mitos que,
sin embargo, no le pueden ocultar la realidad agresiva, asimismo incomprensible,
que intenta abrirse paso en cada uno de sus lienzos.
No hay muchos pintores hoy
que se entreguen a la ambición, necesariamente fracasada, de plasmar toda la
parafernalia arquetípica de un país; la pública y la ocultada; la prosaica que
pertenece a la vigilia cotidiana y la que, lujuriante, se desata en las
obsesiones identitarias más primitivas del autor.
Esa ambición –fracasada, como
decía- obtiene su reconocimiento, al menos, por su empecinada
valentía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario