Adolescentes cercanos a la mayoría de edad que han probado
ya todo lo que les prohíben y que alardean de haber visto todo tipo de
crueldades y violencia explícita en la ficción del cine y de sus sangrientos
videojuegos (y en algunos casos también en la difícil realidad de sus familias)
me han reprochado –ciertas muchachotas, incluso con lágrimas en los ojos- mi “crueldad”
por obligarles a ver documentales con imágenes reales de los campos de
exterminio nazis y entrevistas a los supervivientes. Algunos amenazan, además, con ‘contárselo’ a sus padres. Me lo imagino: “fíjate papá lo que nos explican
en el instituto”.
Claro, antes de eso decían
conocer el episodio histórico porque habían visto películas como El niño con el
pijama de rayas o El pianista, y alguna otra, da igual la que fuera. Y, desde
luego, también habían llorado con ellas, cómo no. Pero el llanto era diferente.
Era el llanto iniciático, cómodo, encantador, cultural, estético y kitsch, tan
perfectamente redondeado y suave, con principio y fin bien delimitados, con el
que se inician ahora en los saberes de otras realidades que no son la suya.
Una educación tendente al
rebajamiento de la exigencia, a la adaptación a la pluralidad de las
personalidades (o sea, propiamente a la idiotez pluralizada), a la protección, a la
ocultación de la verdad y al entretenimiento ha ido consiguiendo con los años
(nunca del todo, afortunadamente) el diseño de alumnos atrapados en una
realidad tan inmediata y monótona como estandarizada por una ficción que,
paradójicamente, apuntala los altos muros de su angosto espacio reflexivo y
vital.
Con las imágenes y los
testimonios reales del Holocausto ya no sentían pena, la pena vicaria y
deleitosa de la ficción, sino que se sentían incómodos, molestos, golpeados. Esa
es la palabra: golpeados. Su mullida y fácil educación estaba entrando en el
terreno del maltrato. Porque esos testimonios -los mencionados
documentales- permanecen en la memoria y obligan a pensar sobre ellos o... a
borrarlos de la mente, y el hecho de intentar borrarlos ya es un intencionado ejercicio
mental al que no están acostumbrados.
No hay educación auténtica
que no golpee las conciencias de alguna forma. Es preciso arrancar a los jóvenes
de la noria del proteccionismo psicopedagógico donde quieren meterlos. Hay que
salvarlos de la triste ficción de su realidad educativa (sí, esa contradicción,
ficción en la realidad) e inquietarles el alma poniéndoles en un estado de tensión
al mostrarles la verdad. En un estado de peligro. La verdad, con su
incomprensible horror (como éste del que parte el artículo) y con su infinita
belleza (de la que hablaremos otro día). Y esta tarea, como antes decía, nunca
está perdida porque siempre hay algo en el adolescente que no se deja encauzar
del todo, esa parte de inteligente sensibilidad no domeñada. Intentar
protegerla de la intemperie y la realidad del mundo es ofenderla porque es
rebajarla.
Lo que sufrieron mayormente los judíos en los campos de exterminio fue innecesario y muy cruel, en el documental que espero que nos pongas, espero ver esas imágenes tan tristes y tan dolorosas, para almenos, poder comprender el sufrimiento de los susodichos.
ResponderEliminarSí, también lo veréis. Pero la visión del terrible sufrimiento, que es evidente y debe verse, no nos debe nublar la capacidad de razonar para intentar saber y entender.
ResponderEliminarLlevo varios días queriendo comentar este post, pero es que no puedo añadir nada más. Es cierto, es así, la búsqueda de la verdad. Farragosa, cansada, tan encarnizada como machete en selva tropical. Porque la mentira, el mal, como el diablo, aprende y se disfraza cada vez mejor, y el asunto se convierte en una persecución frenética, inacabable. Pero hay que estar ahí, con el machete bien afilado y las cartucheras ceñidas. En fin.
ResponderEliminarY que me parece también espléndido que tengas alumnos que se interesen hasta el punto de querer comentar en el blog del profesor.
Gracias, Pac.
ResponderEliminar