En su Précis de décomposition (nunca me acostumbraré a la rotunda
traducción del título que hizo Savater, Breviario
de podredumbre), libro que considero el mejor de entre los de Cioran por
las sustantivas variaciones de sus temas y su incansable tensión expresiva, hay
un pasaje que es, aparentemente, una confesión rendida a contrapelo de sus
convicciones. Se trata de una (casi) exaltación primaveral de la frivolidad. Y lo
más encantador es que lo hace por mor de la sutileza, la vergüenza y el pudor.
Dice: “(…) La frivolidad es
el antídoto más eficaz contra el mal de ser lo que se es: merced a ella
engañamos al mundo y disimulamos la inconveniencia de nuestras profundidades.
Sin sus artificios, ¿cómo no enrojecer de tener un alma? Nuestras soledades a
flor de piel, ¡qué infierno para los otros! Pero es siempre para ellos y a
veces para nosotros mismos para quien inventamos nuestras apariencias…”
Se diría que este pasaje
podría revocar toda la obra del rumano. Y aunque es evidente que Cioran no se
lo creyó del todo (como no pudo creerse del todo ninguna de las líneas que escribió
porque, si no, hubiera dejado de escribir en el instante en que su ser se
entregaba por vez primera a los abismos de la existencia, de la incerteza y de
la nada), se trata de uno de los fragmentos que más sinceridad íntima destila
en toda su obra. De hecho, corrobora su obra. Frivolidad sería, por tanto, su grave,
demoledora y elegante poesía filosófica; como estilo, como representación, como
apariencia, como hipérbole, como consolación… como salvación. Su obra, que fue
su antídoto contra la vida, fue su frivolidad. Quién lo hubiera dicho; Cioran,
el frívolo.