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miércoles, 16 de abril de 2014

La grande malinconia

La cosa es que en Roma todo y todos se confrontan con el tiempo. Siempre hay algo más antiguo que está ahí. Se confrontan con el tiempo los que van de paso, los visitantes y los residentes. Esta especial circunstancia la aprovecha el director de la película La grande bellezza hasta convertirla en una estética total. La convencional estética de lo perdido, de lo que podía haber sido (¿otra realidad?), de lo que debería haber sido (¿alguien lo sabe verdaderamente?) y, en fin, de una vanitas itineris general.
En Roma la melancolía de lo que fue es condición sin la cual no habría Roma, pues evoca, seguramente más que ninguna otra ciudad, la brevedad vital y la fatuidad del hombre al intentar engañarla. La Ciudad Eterna.

El protagonista del largometraje -encantador, indolente y cínico, aparte de excelente rostro cinematográfico- vive en un ático frente al Coliseo y mece sus decaimientos y ensoñaciones en la hamaca de una inmensa terraza donde convoca fiestas para maduras buenorras y vejentones rijosos que necesitan, desesperadamente, borrar el tiempo.
¿Y cómo borrar el tiempo bailando pachangas de Rafaella Carrà frente al bimilenario Coliseo, observando performances idiotas bajo el acueducto Aqua Claudia o inyectándose botox colectivamente en un palacio barroco lleno de fastuosos murales desconchados? Así avanza la película, entre patetismos, bromas y personajes inspirados o tomados directamente de películas de Fellini y Vittorio De Sica. No es original ni creativa, ni crítica ni emocionante, ni especialmente bella (las simétricas postales romanas recuerdan demasiado al cine pomposo de Peter Greenaway; de la tópica música acaso lo mejor es Arvo Part, o quizás el The Lamb de John Tavener, por no decir los mix de la Carrà) , y tampoco creo que el realizador lo pretendiera; pero la combinación de todos sus elementos (a veces tan graciosamente heterogéneos como errados: p. e., el truco de la monja centenaria no funciona) es como una droga de aparente baja intensidad que sin embargo va entrando en sangre y sin avisar te coloca exactamente en el lugar que -imagino- el autor quería: no nos podemos identificar con esos personajes de vida regalada cercanos a la decadencia final que vienen y van por la pantalla, pero resulta que nos estamos viendo, ¡ay!, a nosotros mismos en ese extraño caleidoscopio de pasado y presente, a pesar de ser mucho más jóvenes que ellos. Desde que la he visto, cagüen diez, me arrastro con grande malinconia y poca bellezza .

Este tráiler sintetiza muy bien la película:


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