La cosa es que en Roma todo y
todos se confrontan con el tiempo. Siempre hay algo más antiguo que está ahí.
Se confrontan con el tiempo los que van de paso, los visitantes y los
residentes. Esta especial circunstancia la aprovecha el director de la película
La grande bellezza hasta convertirla
en una estética total. La convencional estética de lo perdido, de lo que podía
haber sido (¿otra realidad?), de lo que debería haber sido (¿alguien lo sabe
verdaderamente?) y, en fin, de una vanitas
itineris general.
En Roma la melancolía de lo
que fue es condición sin la cual no habría
Roma, pues evoca, seguramente más que ninguna otra ciudad, la brevedad vital y
la fatuidad del hombre al intentar engañarla. La Ciudad Eterna.
El protagonista del
largometraje -encantador, indolente y cínico, aparte de excelente rostro
cinematográfico- vive en un ático frente al Coliseo y mece sus decaimientos y
ensoñaciones en la hamaca de una inmensa terraza donde convoca fiestas para maduras
buenorras y vejentones rijosos que necesitan, desesperadamente, borrar el
tiempo.
¿Y cómo borrar el tiempo
bailando pachangas de Rafaella Carrà frente al bimilenario Coliseo, observando
performances idiotas bajo el acueducto Aqua
Claudia o inyectándose botox colectivamente en un palacio barroco lleno de
fastuosos murales desconchados? Así avanza la película, entre patetismos,
bromas y personajes inspirados o tomados directamente de películas de Fellini y
Vittorio De Sica. No es original ni creativa, ni crítica ni emocionante, ni
especialmente bella (las simétricas postales romanas recuerdan demasiado al
cine pomposo de Peter Greenaway; de la tópica música acaso lo mejor es Arvo
Part, o quizás el The Lamb de John Tavener, por no decir los mix de la Carrà) , y tampoco creo que el realizador lo pretendiera; pero la combinación de
todos sus elementos (a veces tan graciosamente heterogéneos como errados: p.
e., el truco de la monja centenaria no funciona) es como una droga de aparente
baja intensidad que sin embargo va entrando en sangre y sin avisar te coloca
exactamente en el lugar que -imagino- el autor quería: no nos podemos
identificar con esos personajes de vida regalada cercanos a la decadencia final
que vienen y van por la pantalla, pero resulta que nos estamos viendo, ¡ay!, a
nosotros mismos en ese extraño caleidoscopio de pasado y presente, a pesar de
ser mucho más jóvenes que ellos. Desde que la he visto, cagüen diez, me
arrastro con grande malinconia y poca bellezza .
Este tráiler sintetiza muy
bien la película:
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