No es habitual encontrar en la música
contemporánea obras tan largas y con unas cualidades musicales tan
inconmoviblemente sostenidas y fieles a sí mismas como las del norteamericano
Morton Feldman. Hallamos, en todas sus piezas importantes, una sonoridad concentrada,
ensimismada y hasta autista en su alucinada insistencia. Ha sido Feldman uno de
los músicos contemporáneos (segunda mitad del s. XX) más obsesionados en la
recreación de un tipo de espacio sonoro extenso, parco y severo. Pulsaciones de
acordes (a veces de una variedad cromática inasumible para la memoria de un
intérprete en una duración tan excesiva) que se dejan oír separadamente en modelos
rítmicos lentos y repetidos hasta poner a prueba la bondad del oyente. Unos
acordes que se transforman a base de modulaciones sutiles e inesperadas, semejantes
al rastro de un olvido. En algunas declaraciones Feldman mencionaba el olvido
como necesario para “borrar”, “limpiar”. Cada nota se aísla e su propio valor y
de vez en cuando hay apariencia de enigmática cadencia. No sólo apariencia. Si
hay repetición insistente de una nota es para no perderse en la desolación
general. También hay tensiones y clímax… Pero todo queda sumergido en el misterio.
Es una música que podría evocar un pausado
y larguísimo eco de campanas de duelo en un paisaje interminable. ¿Por quién el
duelo?... Algunas veces habló de duelo el propio compositor y no pocas le
preguntaron si ese duelo era por las víctimas del Holocausto. Pero, claro,
Feldman sabía -precisamente por ser un judío al que le provocaba espanto estar
en Alemania después de la guerra- que cualquier referencia al Holocausto podía
ser de una insultante frivolidad y sus respuestas sobre el carácter doloso de
su música eran del tipo: “No, mi duelo se refiere más bien a la muerte del
arte; algo así como Schubert abandonándome.” Encantador. Aunque él se lo tomaba
muy, muy en serio.
Algunos de sus cuartetos duran casi dos
horas. Dos horas de exigencia. Hay sólo tres o cuatro personas en el mundo (aparte de los intérpretes) que
los han escuchado, de verdad, enteros.
Ésta es una de sus obras más breves (Piano, 1977); por
algo se empieza en el camino de la transfiguración:
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