El niño de familia humilde que empezó sus aventuras como un
rapaz fuera de la ley, posteriormente trabajó como corsario para los caballeros
de Malta y luego entró en la milicia española, donde fue alférez, capitán y
protegido del conde de Monterrey, no era experto en letras y tenía muy claro
cómo debía contar su vida:
“Esto ha sucedido hasta hoy, que son once de octubre de 1630
años, y si hubiera de escribir menudencias sería cansar a quien lo leyere;
además que cierto se me olvidan muchas cosas, porque en once días no se puede
recuperar la memoria y hechos y sucesos de treinta y tres años. Ello va seco y
sin llover, como Dios lo crió y como a mí se me alcanza, sin retóricas ni
discreterías, no más que el hecho de la verdad. Alabado sea Cristo.”
Esto lo escribió Contreras al final de su relato
autobiográfico, antes de los añadidos. Toda una declaración de estilo.
Si se inventó algo o no, no lo sabemos. Lo cierto es que ese
su ‘no estilo’ “seco y sin llover” se mantiene de principio a fin sin
decaimientos ni vacilaciones.
La vertiginosa sucesión de idas y venidas, viajes, aventuras
y peligros sin aparente elaboración literaria que presenta el espontáneo
discurso no impide, empero, una precisa virtud expresiva y un sorprendente
registro de detallados recuerdos que, al pulso y capricho de su memoria, van
salpimentando el texto aquí y allá.
Entre continuos episodios que son un alarde de economía explicando
terrible crueldad como éste:
“(…) Peor le sucedió a mi piloto, que le cogieron dentro de
cuatro meses yendo en corso en una tartana, y le desollaron vivo e hincharon su
pellejo de paja, que oí está sobre la puerta de Rodas.”
…hay otros casi candorosos como éste:
“(…) Despedí el bergantinillo con los griegos. Pero olvidávaseme
que trajeron con el turco cinco baúles de estos redondos turquescos, llenos de
damasco de diferentes colores y mucha seda sin torcer encarnada y algunos pares
de zapaticos de niños”
Bendita delicada memoria de la fiera militar.
Y es que todo
es posible con este hombre; el estoicismo guerrero:
“(…) Y el capitán mandó que todos los heridos subiesen arriba a morir, porque dijo: Señores, o a cenar con Cristo o
a Constantinopla. Subieron todos y yo entre ellos que tenía un muslo pasado de
un mosquetazo y en la cabeza una grande herida que me dieron al subir en el
navío del enemigo con una partesana, el día antes cuando ganamos el castillo de
proa. Llevábamos un fraile carmelita calzado por capellán y díjole el capitán:
Padre, échenos una bendición porque es el día postrero (…)”.
… y la displicencia casi bienhumorada ante las amenazas:
“(…) Supe que Solimán de Catania había jurado que me había
de buscar y, en cogiéndome, había de hacer a seis negros que se olgasen con mis
asentaderas, pareciéndole que yo me había amancebado con su amiga, y luego me
había de empalar. No tuvo tanta dicha en cogerme, aunque me hizo retratar y
ponerme en diferentes partes de Levante y Berbería”.
No, desde luego no hay menudencias en todo su escrito. Todo
va, señor Contreras, como usted dejó dicho, sin retóricas ni discreterías.
La aventura en estado puro, directo… salvaje. Sin
complacencias reflexivas, porque no le hacen falta.
¡Ya tuvieran un dominio de la lengua similar muchos ‘inventores’
de aventuras que llegaron después!