Entre los grandes tipos humanos que nos cruzamos por
el mundo está la madre enlutada, la madre que ha perdido al hijo.
El otro día vi a una en un tren. Una señora no muy mayor.
Negro absoluto. Oí una mínima conversación con su vecina de asiento. Mencionó a
su hijo perdido y explicó su luto definitivo. Su hablar amable y triste duró
muy poco. Calló, se dejó ir a una recluida lejanía y su compañera le siguió
hablando de otras cosas.
Cuando bajé del tren y la volví a mirar detenidamente
observé en su rostro ese tipo extraño de belleza que, a veces, quizás muy pocas
veces, sólo el sufrimiento talla y que provoca en nuestro interior una reacción
de noble reverencia, posiblemente porque comprendemos que el tiempo no va a
curar su pena y que ella no va a traicionar nunca la memoria de su hijo.
Luego, en casa, busqué un poema de Joan Vinyoli que recordé
tenía marcado desde hacía años titulado Pietà:
“Hi ha dones
a qui, ja gran, se’ls morí un fill,
i el duen sempre a les entranyes,
que es van obrir de nou per acollir-lo.
Girat el mirar endins,
veuen només un embolcall de gasa
fred, rígid, mut.
L’orella escolta sols
l’abisme del silenci.”
(Vendría a ser:
“Hay mujeres
a las que, ya mayor, se les murió un hijo,
y lo llevan siempre en las entrañas,
que se abrieron otra vez para acogerlo.
Vuelta la mirada adentro,
ven sólo un envoltorio de mortaja
frío, rígido, mudo.
Y el oído únicamente escucha
del silencio el abismo.”)
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