Esta obra menor del lucero de Salzburgo
engancha por su extravagancia. La persistencia tonal, la repetición bromista en
forma de recapitulaciones obsesivas, el eco desmayado superpuesto que impugna
sarcástico el fraseo, el capricho obstinado de las cuerdas con extensos
bordones de los elegantes cobres de caza, sus frases desvanecidas… Es un
divertimento parodia de lo popular, y es algo ceñudo, porque aquí hay casi
tanta nostalgia como sátira. Una nostalgia oculta en la broma que mira de reojo
un mundo que se acaba y desaparece. Como si Mozart adivinara la pronta
disolución de las formas musicales (y no sólo musicales) y les dijera adiós, a
la vez entreteniendo al personal y burlándose del mismo, mientras él, genio
artístico tocado por la melancolía, echa una lágrima… sin que se note apenas. Qué
grandeza la de estos creadores descomunales.
Siempre Mozart.
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