El otro día me
saltó a la cara este texto de un edicto de principios del último siglo de la
República Romana debido a los censores Dominico Ahenobardo y Licinio Craso
contra los rétores latinos, escrito pocos años después de un senadoconsulto que
determinaba la expulsión de la ciudad de Roma de esos educadores (el documento
fue transmitido muy posteriormente por el escritor y jurista Aulio Gelio):
“Nos ha sido
comunicado que existen hombres que han establecido un nuevo género de enseñanza
alrededor de los cuales la juventud se reúne en las escuelas; ellos se han dado
a sí mismos el nombre de rétores latinos; allí los jóvenes pasan ociosos los
días enteros. Nuestros antepasados habían establecido las cosas que querían que
sus hijos aprendieran y a qué escuelas querían que aistieran. Estas novedades,
que se introducen al margen de la costumbre y la moral de los antepasados, ni las aprobamos ni
nos parecen correctas. Por esta razón, nos pareció que debíamos hacer algo para
manifestar, tanto a aquellos que tienen esas escuelas, como a aquellos que
acostumbran a acudir a ellas, nuestra opinión de que no las aprobamos.”
Esta frase: “Allí
los jóvenes pasan ociosos días enteros.”
Salvando todas
las distancias que se quiera… si los políticos republicanos romanos pensaban
eso de los rétores, o sea, de los oradores y maestros de oratoria (¡nada
menos!), ¿qué no deberíamos pensar (y hacer) hoy nosotros con toda la caterva
de psicólogos, pedagogos y otros funcionarios que destrozaron la enseñanza con
sus “procedimentales” logses y con
sus pomposas e inanes jerigonzas?
Si los
republicanos romanos levantaran la cabeza y vieran nuestros institutos (y
colegios también) verían acaso que sus rétores eran gloria bendita.