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sábado, 26 de enero de 2019

Clément Rosset; destruye, aún, toda esperanza.


Cuando te enteras tardíamente de la muerte de alguien a quien no has conocido pero has tenido presente en tu vida es como si no hubiera muerto tanto. La línea entre vida y muerte se hace más difusa. Ya no estaba vivo, pero para ti estaba vivo. Ahora está muerto, pero no está tan muerto. Es lo que pasa con los que hemos considerado maestros.
Vivo aislado, retirado en un bosque, y me entero ahora, después de muchos meses, de la muerte de Clément Rosset, un personaje cuya obra ha aparecido en este blog en diversas ocasiones. 
Rosset fue un pesimista desesperado que alcanzó la gracia de vivir, la “alegría”, a base de reflexionar la existencia como quien vive de verdad, sin la más mínima impostura ni pedantería cultural. Su develación de los dobles de la realidad que todos nos creamos por miedo a mirar la verdad desnuda le llevó a ese estado de gracia trágica -era el representante de eso que se dio en llamar con el bello nombre de “filosofía trágica”- que permite superarlo todo precisamente porque ha visto, sin apartar la mirada, el vacío que hay en el fondo de toda vida. Y no hay vida si no se acepta el horror. 
Rosset, como buen trágicoalegre, admiraba el modo de ser y vivir español. Rindió reiterados y jugosos homenajes a nuestro país. Vamos a devolverle el favor (y no será el último) recordándole con uno de ellos extraído del libro Le choix de mots:

“(…)  Esta asimilación del ser a su apariencia explica la naturaleza de la alegría española: alegría a menudo desconocida por el extranjero, que no retiene de España más que la violencia de los instintos y el sentido del drama, mientras que una excepcional alegría de vivir constituye, en realidad, el rasgo más importante y remarcable. La fuerza de esta alegría ocupa, paradójicamente, la amplitud de su resignación trágica, la desesperanza de saber que ningún socorro exterior vendrá a confortar la realidad viva e inmediata. Es esta ausencia de esperanza la fuerza suprema que permite vivir sin problemas en la mismísima pobreza, acomodado a todo e inmerso en lo peor. Quien no espera nada se asegura de no ser nunca decepcionado y podrá, sin reticencia ni sospecha, entregarse a la alegría.” 

¡Quién fuera español!, Clément.

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