Una tormentosa tarde de octubre de 1944, J.R.R. Tolkien
entró en la posada oxoniense Eagle & Child y no tardó en fijarse en un
individuo que, en un rincón, apartado del grupo, escuchaba una charla amistosa
de C. S. Lewis (autor de las Crónicas de Narnia).
Tolkien lo describe como delgado, alto, demacrado, con
cicatrices, avejentado, ojos brillantes, nariz ganchuda, vestido medio a lo
militar, con sombrero de ala ancha... Cuando el misterioso personaje decidió
intervenir en la conversación, Tolkien descubrió un fascinante acento
impreciso.
Parece ser que Tolkien no lo dudó más. Había encontrado, en
carne y hueso, a ese Strider (‘Trancos’) del Prancing Pony (el ‘Poney
Pisador’), futuro Aragorn de El Señor de los anillos que en esos momentos
todavía no había acabado de perfilar en su imaginación.
Roy Campbell fue uno de los literatos más intensamente
malditos en lengua inglesa.
De origen surafricano, aventurero prematuro, amigo y
defensor de los zulús, luchador contra el racismo de su país natal, declarado
anarca, bebedor empedernido, pendenciero… empezó a publicar en los años veinte.
Se unió al grupo de Bloomsbury, pero se separó al punto
aburrido de su psicologismo y sus disputas de alcoba. Vivió una temporada en
Francia y finalmente viajó a España, se enamoró de su paisaje, su gente y su
poesía renacentista, y se puso a estudiar el idioma. Durante un tiempo fue
‘alumno’ de Rubén Darío en los bares Barcelona, o sea, fue fiel compañero de
intensas borracheras.
Más tarde marchó a Altea, donde decidió, junto con su
familia, abrazar el catolicismo en 1935.
Al año siguiente se instaló en Toledo, ciudad que le fascinó
singularmente, y allí hizo amistad con unos monjes carmelitas cuya espléndida
biblioteca visitaba Campbell diariamente.
Al estallar la Guerra Civil los diecisiete carmelitas fueron
fusilados por milicianos comunistas. La biblioteca fue incendiada. Justo antes
de la masacre, intuyendo lo que se avecinaba, los religiosos entregaron a
Campbell unos valiosos manuscritos que poseían de San Juan de la Cruz. El poeta los
escondió en su casa. Fue interrogado, golpeado y su casa registrada, pero no
encontraron los manuscritos. Tiempo después fueron recuperados.
Campbell descubrió los cadáveres de sus amigos en un
callejón en el que también había cuerpos colgados de otros religiosos. Desde
ese momento se hizo defensor de la causa franquista y se ganó la animadversión
de algunos colegas británicos que hasta ese momento le habían considerado mucho como poeta, especialmente los más cercanos a la izquierda, por ejemplo, los de la llamada generación Auden: Lewis, MacNiece, Spender y
el mismo Auden. Cuando éstos escaparon a América tras los primeros bombardeos
de Londres durante la II Guerra Mundial, Campbell los bautizó como “los poetas
de retaguardia” y “carros blindados de pana”. Roy Campbell, a pesar de su
paternidad, de su edad y de su mala salud, volvió a Inglaterra desde España y
se alistó voluntario en el ejército para luchar contra los alemanes.
(Otro día hablamos de su poesía.)
Conocía lo de Toledo y los manuscritos de san Juan de la Cruz, pero no lo de Tolkien. Jeje, "poetas de retaguardia".
ResponderEliminar¡Vaya historias! Aunque físicamente, ejem, entre Roy Campbell y Aragorn-Viggo, no hay color, ¡me quedo con Campbell
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