Muerto el maestro Agustín (García Calvo), única persona conocida
que sabía utilizar la palabra ‘pueblo’ de forma digna y creativa, sin
mancillarla o ridiculizarla en discurso ideológico y a beneficio de inventario,
las fieras políticas se han lanzado otra vez sobre la presa a ver qué tipo de ganancia
sacan de ello. Y la sacan, claro está. El resultado es que pocas veces se ha
mentido tan alegremente en nombre del pueblo y pocas veces tantas personas de
buena fe se lo han tragado. Los demagogos vienen y van según la vanidad de la
gente. Cuando hay miedo y desconfianza, cuando hay retracción del pensar y del
hacer libres es que ha llegado el momento de hablar del ‘pueblo’ para el
político que necesita de ‘él’. Esa necesidad significa la mayor cantidad de
votos posible, o sea, de suma de individuos.
Y eso precisamente es lo que deploraba Agustín, porque ‘pueblo’, tal
y cómo nos enseñó el sabio zamorano, acaso (sólo acaso) podría ser la voz de la
razón, pero de una razón inquieta, indefinida e incontable, que es lo contrario
de lo que entiende el discurso adulador de estos políticos del pueblo.
Pueblo es posible que fuera, por ejemplo, Sócrates, con su voz
libre, incómoda, razonante y contradictoria. Pueblo libre, inasible e
indefinible; por tanto, imposible de ser halagado, imposible de ser manipulado.
Un pueblo que, precisamente, fue llevado a la muerte por la suma de los votos
de ese otro pueblo que es manipulable, halagable y contable: el que compuso la
mayoría democrática de un jurado de la antigua Atenas.
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