Por culpa de las
palomitas, de la masificación, de películas decepcionantes y de sus precios
abusivos hace ya un tiempo que dejé las salas de cine para continuar con la
afición cómodamente en casa. No es lo mismo. Está claro. No es lo mismo. Sin
ser muy consciente, estaba esperando un gran espectáculo que me obligara a
sentarme otra vez ante la gran pantalla. Y llegó: Mad Max: Fury Road.
Después de años indefinidos
a base de comedias comerciales, películas digitales con animalitos y algún que
otro drama lacrimógeno, el director George Miller ha vuelto a lo que mejor
sabe hacer: su excelente trilogía ochentera Mad
Max. Y la ha superado. Tetralogía, pues.
Desde Master and Comander (y ya son unos años)
no he presenciado un espectáculo cinematográfico tan químicamente puro. Y digo “puro”
poniendo en valor lo que de verdad aporta esta película: acción hasta un
extenuante no poder más. Es la voluptuosidad de la acción. Más aún, un
manierismo superlativo de la acción vista hasta ahora en la pantalla grande.
Otra vuelta de tuerca… conseguida. Conseguida por el virtuosismo con que
hibrida géneros y referencias cinematográficas. Pero sobre todo conseguida y
meritoria por la fisicidad que transmite el espectáculo. Nada de
digitalizaciones estériles. Haberlas, haylas, pero las mínimas.
La crítica
profesional, rendida ante tamaño huracán de imágenes, ha querido lavar su
(mala) conciencia satisfecha relacionando el film con el western clásico (cómo
no), el feminismo, la ecología… (todavía no he leído ninguna que mencione el
mundo wagneriano o la demasiado desdeñada Waterworld,
a pesar de sus evidentes deudas). Pero, no, no. Este largometraje aquilata su
valor en la pura energía en movimiento. Una descomunal road movie pos-apocalíptica con un extraordinario diseño de
producción (los detalles están cuidados hasta la psicopatía) cuyo marco de
desarrollo es el desierto. El desierto. Un desierto bellísimo e interminable,
como la mirada de Charlize Theron (Furiosa,
en la película). El desierto marca los límites, y no los hay: es la desmesura.
Para acabar, sólo
menciono un detalle algo perturbado de este trabajo: así como el cristianismo
se extendió cantando bellas polifonías, en esta historia el mal avanza a toda
velocidad a ritmo de tamborradas (con esclavos percusionistas en marcha) y
sobre todo con un siniestro guitarrista heavy
metal que enardece a la tropa infernal y atruena el silencio de los parajes
infinitos sobre una carroza cargada de cientos de altavoces. Gracioso hallazgo.
(Bueno, también está Verdi.)
No se la
pierdan. En el cine.
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