En la última
entrega sobre Rosset acabamos diciendo que la música era tan real como la
realidad. Más allá: de hecho, Rosset le
concede un estatuto superior al de la realidad cotidiana porque es una irrupción
particular de realidad en estado puro que no admite un acercamiento por la vía
de la representación. No acepta dobles como las otras artes porque,
simplemente, no es un doble de la realidad. Rosset le da el estatuto metafísico
de “ens realissimum”; modelo de todo sin estar modelada sobre nada de lo que
podamos señalar en nuestro mundo excepto la música misma.
Toda creación
humana se basa en la duplicación, menos la música. Es su “exceso de ser” la
razón de su poder sobre la sensibilidad de las personas. Siguiendo a Schopenhauer
el filósofo francés dice que la música es como un avance de la realidad que te
coloca singularmente “entre la espada y la pared” ya que con ella no hay
reflejos o juegos de replicación.
El efecto de la
música en el oyente es, pues, un fenómeno de realidad especialmente intenso, y la
realidad es la única cosa del mundo a la cual uno no se puede habituar nunca
del todo. Por eso, la vuelta a la música una y otra vez equivale a revivir una
realidad inquietante (y placentera) sin peligro para nuestra integridad física.
Vaya regalo divino. (Seguiremos sobre ello.)
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