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domingo, 27 de enero de 2013

Soledades, ermitas.



















Toda construcción románica transmite una sensación de austera dignidad; es testimonio de carácter cabal, manifestación de respeto tanto de lo divino como de lo humano. 

Pero acaso pocos edificios románicos nos transmiten una emoción tan pura como las sencillas ermitas, iglesias y monasterios que encontramos a lo largo y ancho de los campos de las Castillas, allá donde un cielo azul cargado de retablos de nubes se junta con una tierra alta y llana; una tierra aventada, seca y solitaria. Tierra de cereal y hueso.

Es difícil encontrar en el mundo una arquitectura más cercana y parca, y a la vez más utópica. El paisaje contribuye y conspira a ello. 
No hay armonía posible más elemental del hombre con la tierra. No hay sentido más próximo del cielo. Porque estos edificios están hechos para esa luz afilada y purísima, y para ese cielo inmenso, pero a la vez se acogen al suelo como un humilde y contundente accidente geológico.

El viajero que se acerca a ellos a veces los confunde con ruinas, y la mayoría son lugares vacíos donde nunca va nadie. Sin embargo, rara vez se siente ante ellos sensación de abandono. Sí de soledad y silencio. Soledades y silencios inmensos que atraviesan el tiempo y que potencian un permanente pálpito de serena súplica. 

Estos edificios mantienen una sobrecogedora soledad como vínculo inviolable con su pasado. Agradecimiento y recuerdo suplen la falta de agitación vital... afortunadamente para el viajero que se acerca cansado, que respeta y admira.


4 comentarios:

  1. Michaelis me fecit27 de enero de 2013, 12:15

    Oh! Oh! Oh! Partamos, pues, a nuestro Far West. No puedo decir más, qué maravilla. Ese juego de volúmenes de la iglesia (excolegiata?) de la derecha, por Dios santo.. ¡por los clavos de Cristo!

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  2. Nuestro viejísimo Far West. Sí.

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  3. Castilla es así, románico y cielo.

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  4. Y la gente... No olvidemos a la gente

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