En principio, sorprende que fuera Nicolás Gómez Dávila, un pensador colombiano al margen de modas literarias, políticas e intelectuales, quien con más convencimiento argumental, estilo y singularidad poética reivindicara en pleno siglo XX la figura (maldita) del reaccionario.
De entrada reconoce en el reaccionario (auténtico, hay que
aclarar) la lealtad a la derrota y la “inmoralidad” de resignarse a ella; hecho
que, según él, descoloca tanto al progresista radical como al progresista
liberal, las dos caras de la misma nefanda moneda de dominación actual.
Si el reaccionario asume como capricho el condenar la
historia (gesto tan propio suyo) no es por deporte o puro sentido del
espectáculo, sino porque ve que las fuerzas sociales coinciden en una dirección
inamovible hacia una meta (adivinada) que no le interesa, que desprecia y que
no puede desembocar, según él, más
que en una arrasada e incierta “llanura estéril”.
Ello no implica que mire al pasado aferrándose a las últimas
sombras de algo que desaparece (idea que tienen muchos del reaccionario) ni que
anhele un mañana mejor según las típicas tradiciones humanitaristas, sino que
reconoce o intenta reconocer las “esencias” que lo ponen a prueba como hombre con sus “presencias
inmortales”. Ahí es nada.
La relación con las presencias inmortales implica “perseguir
en la selva humana la huella de pasos divinos”. Esto no es grandeza pomposa o
religiosidad demente, como pensarían enseguida el progre y el conservador (y cualquiera), sino
fenómeno que se puede hallar, por ejemplo, a partir del cruce de miradas entre
nosotros y el miserable que pide ayuda tirado en la calle.
Tampoco es esto para él zafarse irresponsablemente y sin más de “la servidumbre de la
historia”, que hunde y quiebra constantemente la pretendida libertad del hombre
de la que tanto hablan progresistas y conservadores y toda clase de demócratas
de última hora.
No, el reaccionario se aficiona a causas intempestivas,
anacrónicas; a causas, por ello, que “no importa perder”. Lo importante es “la ruptura del
futuro” (improbable, claro) con lo que considera él “sórdido presente” y no
tanto la reconstrucción de un pasado idealizado.
“Izquierdas” y “derechas”, si es posible hoy hablar así sin
confundir (o hablar sin interés ideológico personal y sin pereza), son para el reaccionario
instancias de poder que juegan a la disputa de la posesión de una sociedad
industrializada y pletórica de la cual nuestro hombre ‘reactivo’ sólo “desea su
muerte” porque ve en ella un péndulo oscilatorio de fatalidad entre el
“despotismo de la plebe y el despotismo del experto”.
Así, el reaccionario admite someter su voluntad a
necesidades que no imponen sino que se acaban reconociendo dentro de una
vivencia de la libertad que se rinde gustosa a evidencias que guían suavemente
“a la orilla de estanques milenarios”. Y esta lírica no debe ser pariente de
vaporosos sueños nostálgicos, más bien exige el coraje de un incansable
buscador “de sombras sagradas sobre colinas eternas”.
(P.D. Vale, hombre, ya se había avisado de que la
“vindicación” era poética. Volveremos sobre Gómez Dávila.)
He intentado hilvanar una teoría que enlace esa concepción de "reaccionario" con Mourinho, pero no ha fructificado. Volveré a intentar comentar tus posts cuando recaigas en temas mundanos.
ResponderEliminarJa, ja...!! El mourinhismo (¿se dice así...?) es una complejidad demasiado nueva para poder discursearla con seguridad. Requiere de asentados talentos bragados en la escolástica periodística.
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