En 1836, M de
Gasparin, ministro del Interior de Francia, decidió, contra todo pronóstico, encargar una misa de grandes dimensiones y honrar a su país de nuevo con la
gran música religiosa. El bueno de Gasparin iba a abandonar el ministerio y pensó en dejar
memoria de su paso por él con una obra de ese tipo. Muy a contracorriente eligió
al compositor Hector Berlioz.
Berlioz no se
enteró por vía oficial de que él era el destinatario del encargo. La burocracia
francesa funcionaba lenta. Parece ser que el ministro de Bellas Artes se opuso
al proyecto. Gasparin, ya fuera del ministerio, conminó urgentemente al ministro
de BBAA a que ejecutara su decisión. El de BBAA lo hizo, no sin dejar su sello de
chupatintas en una entrevista con el romántico francés en la que pretendió dar
una clase de música en la cual sólo salvaba a Rossini y a un Beethoven que parecía
“un músico que no dejaba de tener talento”. Según el propio Berlioz (tal como
cuenta en sus memorias) ese tipo era un perfecto representante de… “las
opiniones musicales de toda la burocracia francesa de la época”. La cultura
oficial francesa estaba dominada, en
opinión del genio francés, por ese tipo de individuo pomposo, cínico e
ignorante.
Sea como fuere,
Berlioz se puso a trabajar… y la obra resultante, finalmente un Requiem, es una de las composiciones
religiosas más extraordinarias de la historia de la música.
Se estipuló que
fuera ejecutada todos los años el día del servicio fúnebre en memoria de las
víctimas de la revolución de 1830, aunque finalmente fue estrenada para honrar
al prestigioso general Damrémont, muerto en diciembre de 1837 en Argelia.
Naturalmente, la
composición trasciendió cualquier referencia fúnebre o triunfal y se convirtió en uno de los
momentos románticos más descomunales que puedan imaginarse. Uno escucha la obra
una y otra vez… y no se lo cree. No, no se lo puede creer.
La desmesura
material va de la mano con la originalidad temática en un equilibrio
simplemente milagroso. El texto latino
canónico de la misa de muertos queda fijado en nuestra memoria como nunca por
la arrebatada intensidad de unas ideas musicales que combinan inusitadas acciones
orquestales y corales con desarrollos melódicos y tonales no imaginados antes
por nadie en una obra de este tipo. Esa “angustia interminable”, ese “estremecimiento de
dolor físico” que cuenta Berlioz en sus extravagantes memorias son transmitidos paso a paso a los sonidos ya desbordantes ya íntimos de esta obra sin igual.
La fanfarria
militar más grandilocuente a base de grupos orquestales enfrentados se yuxtapone al canto modal antiguo más doliente, al íntimo rumor conventual y a la expansión lírica vocal propia de su época. Frente a la franca y salvaje liberación de los afectos patéticos hasta la desgarradura (el
Lacrimosa) se yergue la más profunda
emotividad contenida (el Offertorium).
Ciertamente, sólo este Offertorium
sería suficiente para colocar a su autor entre los más grandes compositores del
s. XIX. Esa tendencia a mantenernos en suspenso armónico con un simple juego
coral de la-si bemol-la de reminiscencias modales combinada con la expresividad
en crescendo de una maravillosa orquestación que ornamenta y tensa la tríada
hasta la conmoción sonora más alucinante no tiene igual en todo el s. XIX.
Berlioz,
enloquecido romántico poseído por melodías enfebrecidas, no supo tocar
medianamente bien ningún instrumento. En el siglo del piano no compuso nada
para piano. Sus arrebatadas ideas sobre la existencia y la creación artística
las llevó a la música de una forma absolutamente única. A veces fracasaba y
rozaba el tedio o el ridículo. Pero cuando acertaba todos volvían el rostro hacia
él espantados y admirados porque surgían obras como este Requiem. Yo, que tanto amo la polifonía antigua y el clasicismo,
creo que esta misa es la más sobrecogedora que jamás se ha compuesto. ¡Hay que
joderse… por un romántico!!! Volveremos a ella con más detenimiento.
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