Pensemos en lo
peor. Cuando las tragedias colectivas le tocan a uno un poco, poquito, más de
cerca de lo normal no puede dejar de pensarse en la esencial idiotez de la
existencia -de la realidad, de lo real- con su azar ciego y su incomprensible
imprevisibilidad.
Los apaños
clínicos psicológicos, lenitivos superficiales para conciencias necesitadas de
drogas ansiolíticas y de condolencias, funcionan precisamente porque no van a
la raíz de la cuestión, ni deben ir si quieren hacer eficazmente su trabajo.
Quiero decir que
se necesita una distancia o un tiempo -que se podría considerar de curación del
dolor inmediato y real- para poder entrar y asumir los presupuestos de cierta
filosofía (llamémosla así con prudencia) existencial contemporánea. Por un lado
estaría la amargura ornamentada, desasida e irónica de un Ciorán (del cual
hablamos aquí en Cioran, el frívolo.) y por otro el seco sentido de realidad de un Clément Rosset, cuyo
núcleo ‘filosófico’ se podría ultraresumir en la siguiente frase:
“Lo real, que es
impensable e indeseable, únicamente a través de la alegría pude ser deseable y
pensable.”
Ecos de Lucrecio, Spinoza, Nietzsche… Esto, claro, es
un escándalo. Y es un escándalo porque dice que “únicamente” es pensable lo
real (indeseable) si hay alegría. La vida vivida, vivida de verdad, sería pues
la afirmación de una tragedia ya sabida. ¿Y cuál es la condición de esa
alegría? Ahí está la madre del cordero… Porque la condición es su incondicionalidad,
por eso es necesariamente paradójica. Si no es paradójica es inequívocamente
débil, y es falsa, algo así como una variación disimulada de la tristeza. Esa
es su potencia. La irracionalidad. Y, naturalmente, no excluye el dolor más
intenso, pero sí supera el daño psicológico.
Es otro caso no
de ‘locura’, sino de extraña y cruel ‘lucidez’.