El día 29 de
mayo de 1453, el sultán otomano Mehmet II, conocido como el Conquistador, decidió desencadenar el ataque definitivo sobre
las murallas de la esplendorosa y acosada Constantinopla.
Tambores,
trompetas y címbalos atronaron aquella mañana mientras casi cien mil bashi-bozuks, extravagantes mercenarios
ataviados con ropas inverosímiles (recuerdo que ¡bashi-bozuk! era uno de los insultos favoritos del capitán
Haddock), arremetieron contra las murallas con barcos, torres y escaleras. Cundió el
pánico entre la población, pero los valientes defensores constantinopolitanos
consiguieron rechazarlos. Inmediatamente atacaron las tropas regulares en una
segunda oleada que debilitó las resistencias de lo que quedaba del imperio
Bizantino. Pero no fue suficiente para tomar la ciudad. Fue entonces cuando Mehmet II
lanzó a los temidos jenízaros, el ejército de élite otomano. Y llegó el final. Los últimos resistentes, un puñado de entregados marineros cretenses, depusieron las armas. La joya de la cristiandad oriental cayó luego de casi dos meses de asedio.
Cuentan ciertas
crónicas que cuando el despiadado sultán entró en el palacio de Constantino XI
Paleólogo junto a su guardia personal y se detuvo en una de sus espléndidas
salas recitó unos versos del Libro de los
reyes (Shahnamah) del poeta persa
Ferdousí que cerraron, susurrantes y melancólicos, siglos de orgullosa
civilización:
“La araña ya ha
tejido su tela en el palacio imperial,
y el búho ha
entonado su canción de vigilia
en las torres de
Afrasiab.”
Ese instante de estática
delicadeza dentro de la descomunal tragedia.
¡Oh, mundo
antiguo! ¡Oh, épica medieval! ¡Oh, Imperios! ¡Oh, misterios del Oriente! ¡Oh, suntuoso pasado!