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viernes, 30 de octubre de 2015

La caída de Constantinopla


El día 29 de mayo de 1453, el sultán otomano Mehmet II, conocido como el Conquistador, decidió desencadenar el ataque definitivo sobre las murallas de la esplendorosa y acosada Constantinopla.
Tambores, trompetas y címbalos atronaron aquella mañana mientras casi cien mil bashi-bozuks, extravagantes mercenarios ataviados con ropas inverosímiles (recuerdo que ¡bashi-bozuk! era uno de los insultos favoritos del capitán Haddock), arremetieron contra las murallas con barcos, torres y escaleras. Cundió el pánico entre la población, pero los valientes defensores constantinopolitanos consiguieron rechazarlos. Inmediatamente atacaron las tropas regulares en una segunda oleada que debilitó las resistencias de lo que quedaba del imperio Bizantino. Pero no fue suficiente para tomar la ciudad. Fue entonces cuando Mehmet II lanzó a los temidos jenízaros, el ejército de élite otomano. Y llegó el final. Los últimos resistentes, un puñado de entregados marineros cretenses, depusieron las armas. La joya de la cristiandad oriental cayó luego de casi dos meses de asedio.
Cuentan ciertas crónicas que cuando el despiadado sultán entró en el palacio de Constantino XI Paleólogo junto a su guardia personal y se detuvo en una de sus espléndidas salas recitó unos versos del Libro de los reyes (Shahnamah) del poeta persa Ferdousí que cerraron, susurrantes y melancólicos, siglos de orgullosa civilización:

“La araña ya ha tejido su tela en el palacio imperial,
y el búho ha entonado su canción de vigilia
en las torres de Afrasiab.”

Ese instante de estática delicadeza dentro de la descomunal tragedia.
¡Oh, mundo antiguo! ¡Oh, épica medieval! ¡Oh, Imperios! ¡Oh, misterios del Oriente! ¡Oh, suntuoso pasado!


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