Se sabe de la
fuerza y dinamismo que adquirieron los tempranos concejos de la Edad Media en León y Castilla y su capacidad para
restringir el poderío de la Corte. Estas primigenias reuniones políticas del ‘tercer
estado’, como han querido ver en el concejo
algunos historiadores, consiguieron importantes libertades y derechos civiles
-muchos más que en otros lugares- y por ello prosperidad y poder, pero pagaron
muchos servicios, especialmente fiscales.
Los reyes se
podían llevar de los concejos
rendimientos de explotaciones como minas, pesquerías o salinas; rentas sacadas
de propiedades reales como tierras de labranza, bosques, molinos, viñas o
huertos; impuestos directos (la marzazga y la fumazga, por ejemplo) e
indirectos (sobre todo portazgos y pontazgos); diversidad de gabelas por pequeños
negocios y aprovechamientos; parte de los botines en las acciones de guerra
como deber militar… En fin, aparte de otros servicios curiosos como los de
mandadería (mensajería), castellaría (trabajos de albañilería) y el conducho
ocasional para el buen yantar del rey en sus visitas al municipio de turno. Había localidades,
además, con prestaciones extraordinarias.
Pero de todos
los servicios, el más extraño, difícil e incluso heroico, el más novelesco y
fantástico, era el que tenían que cumplir algunas villas costeras que como la
de Motrico (ya registrada al respecto en 1200 por documento de Alfonso VIII) suministraban anualmente a la corona nada menos que… ¡una ballena!. Regalar
ballenas era una cosa de mucho lustre. Me imagino la ballena atravesando
trigales bajo los azulísimos cielos castellanos.
¡Qué no hubiera
sacado Herman Melville de este asunto!
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