Ese vínculo
religioso aludido en la entrega anterior se hace en algunos momentos tan
extravagante que no podemos por menos que sonreír. El empeño de Melville de
exaltar y adorar a la ballena llega a la atribución a ésta de capacidades
religiosas humanas. Imágenes y visiones de ballenas adoradoras de los dioses
que no hacen de la tarea de cazarlas sino una actividad maldita. Algo cercano al
sacrilegio, al deicidio.
La ballena, el
cielo y el sol. Nos recuerda Ismael una escena sublime:
“(…) Estando en
el mástil principal de mi buque durante una aurora que teñía mar y cielo de
tonalidades rojas contemplé en una ocasión un gran rebaño de ballenas por la
parte de Oriente, todas dirigiéndose hacia el sol y vibrando a los latigazos de
sus colas. Como me pareció en aquella ocasión, semejante concreción de culto a
los dioses no había tenido jamás igual ni aun en Persia, la cuna de los
adoradores del fuego.”
Melville y la
ballena como adoradora del astro solar anterior al hombre como adorador de la
ballena. Un ciclo sucesivo de misterio religioso de carácter primario en el que
el hombre llega después que el animal. El hombre que admira, depende y muere
por ese animal.