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sábado, 30 de agosto de 2014

Un verano con Moby Dick (XXI)


Ese vínculo religioso aludido en la entrega anterior se hace en algunos momentos tan extravagante que no podemos por menos que sonreír. El empeño de Melville de exaltar y adorar a la ballena llega a la atribución a ésta de capacidades religiosas humanas. Imágenes y visiones de ballenas adoradoras de los dioses que no hacen de la tarea de cazarlas sino una actividad maldita. Algo cercano al sacrilegio, al deicidio.
La ballena, el cielo y el sol. Nos recuerda Ismael una escena sublime:

“(…) Estando en el mástil principal de mi buque durante una aurora que teñía mar y cielo de tonalidades rojas contemplé en una ocasión un gran rebaño de ballenas por la parte de Oriente, todas dirigiéndose hacia el sol y vibrando a los latigazos de sus colas. Como me pareció en aquella ocasión, semejante concreción de culto a los dioses no había tenido jamás igual ni aun en Persia, la cuna de los adoradores del fuego.” 


Melville y la ballena como adoradora del astro solar anterior al hombre como adorador de la ballena. Un ciclo sucesivo de misterio religioso de carácter primario en el que el hombre llega después que el animal. El hombre que admira, depende y muere por ese animal.

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