Uno de los
espectáculos más sangrientos en el proceso de la caza y despiece de la ballena
podía darse, principalmente en mares ecuatoriales, cuando, quizás por
necesidad, se dejaba el enorme cadáver colgado por la borda de proa a popa y
entonces acudían ejércitos de tiburones a darse un festín:
“(…) se
congregan en torno al cadáver sujeto tales enjambres de tiburones que si se le
dejara así durante, digamos, seis horas seguidas por la mañana no se
encontraría más que el esqueleto de la ballena.”
El frenesí
devorador de los hambrientos tiburones provocaba un enloquecido bullir de
espuma sangrienta, y el estruendo de golpes contra el casco de los barcos era
tal que podía atemorizar a los marineros que acaso intentaban dormir en el
interior:
“(…) los
tripulantes que dormían abajo, en sus literas, se vieron bruscamente
sorprendidos en más de una ocasión por los violentos golpes de sus colas contra
el casco, a tan poco trecho de sus dormidos corazones.”
Melville, una
vez más, recrea su enfermiza congoja en el mar porque siente su inconmensurable
mal. El lugar para un infierno que supera nuestra comprensión. La residencia de
unos seres que son hijos de una furia sin sentido ni razón. El refugio para las
más retorcidas y ambiciosas fantasías de ultratumba:
“(…) Era peligroso
meterse con los cadáveres y hasta con los fantasmas de aquellos animales;
parecía como si en sus huesos residiera una suerte de vitalidad genérica o
panteísta tras de haber perdido lo que pudiera llamarse su vida individual.”
Herido el
salvaje Queequeg en cubierta por uno de esos devoradores al que creía muerto, dice:
“A Queequeg no
le importa el dios que hizo los tiburones (…), pero el dios que hizo el tiburón
debía de ser un condenado.”
Creación y
condena.
Podría ser
perfectamente que Lorca, generalmente tan simpático con el mar, acabara de leer Moby Dick cuando escribió estos versos:
“El mar es
el Lucifer del
azul.
El cielo caído
Por querer ser
la luz.”
Esto le iría a Melville. Planeta azul.
Planeta maldito.
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