Y una inmensa
sima de agua se fue abriendo en medio del Océano atrapando a la ballena, al
barco, a las lanchas y a la tripulación entera. Como si todos merecieran el
mismo destino en ese determinado momento de los días del mundo:
“(…) y todos los
remos flotantes, y mangos de lanza, y todas las cosas, animadas e inanimadas,
giraron interminablemente en una vorágine que hizo desaparecer por fin de la
vista hasta la última astilla del Pequod.”
Tal vez la
bestia destructiva merecía desaparecer; tal vez todos los marineros ávidos de
caza merecían desaparecer… Quizás todos eran merecedores de ser cubiertos por
el incesante mar intemporal. La fuerza ciega, la conciencia vengativa; todas
las voluntades animales o humanas tienen, al cabo, el final que se merecen. Y
sólo hay uno. ¿Qué odio removía las entrañas de Melville?
… Pero esto, ya
saben, aún no ha acabado absolutamente.
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