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miércoles, 29 de octubre de 2014

Un verano, y más, con Moby Dick (XLIV).


Y una inmensa sima de agua se fue abriendo en medio del Océano atrapando a la ballena, al barco, a las lanchas y a la tripulación entera. Como si todos merecieran el mismo destino en ese determinado momento de los días del mundo:

“(…) y todos los remos flotantes, y mangos de lanza, y todas las cosas, animadas e inanimadas, giraron interminablemente en una vorágine que hizo desaparecer por fin de la vista hasta la última astilla del Pequod.”

Tal vez la bestia destructiva merecía desaparecer; tal vez todos los marineros ávidos de caza merecían desaparecer… Quizás todos eran merecedores de ser cubiertos por el incesante mar intemporal. La fuerza ciega, la conciencia vengativa; todas las voluntades animales o humanas tienen, al cabo, el final que se merecen. Y sólo hay uno. ¿Qué odio removía las entrañas de Melville?

… Pero esto, ya saben, aún no ha acabado absolutamente.

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