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domingo, 5 de octubre de 2014

Un verano, y más, con Moby Dick (XXXVIII).


En una de las batallas ocurre lo que nadie hubiera imaginado. Fedallah, el parsi, desaparece. Los hombres no lo creen. Ahab lo busca inquieto, ansioso, desesperado. El semidiós intemporal, la presencia indeseable, la sombra del capitán, su voluntad silente, el cazador infalible había sido tragado por las aguas en una de las brutales refriegas:

“(…) -¡El parsi! –exclamó Stubb- Le debió de coger…
-¡Que a ti te coja el vómito negro! A correr todos por arriba, por abajo, la cámara, el castillo de proa… A encontrarle… No habrá desaparecido. ¡Oh, no!
Mas todos volvieron al poco con la noticia de que al parsi no se le encontraba por parte alguna.”

Luego Ahab reflexiona para sí en un delirio de enigmas sobrenaturales en los que muestra su secreta dependencia de aquel extraño desaparecido:

“(…) –El parsi… ¡el parsi! Muerto, ¿muerto?, y tenía que morir antes, pero, a pesar de todo, tiene que reaparecer antes de que yo pueda morir. ¿Cómo puede ser? He aquí un enigma que desconcertaría a todos los letrados aun respaldados por la cohorte de todos los jueces. ¿Picotea mi cerebro como el pico de un halcón! Pero, con todo, yo lo resolveré. ¡Yo!”


¿Qué poderosos lazos unían al capitán y al salvaje? Ahab espera volver a ver al parsi a pesar de saberlo muerto porque hay seres que vuelven como fantasmas antes de su desaparición definitiva, o de la nuestra. Son los incomprensibles vínculos de la voluntad y de la muerte, y de una necesidad que no entendemos. Eso creía Melville.

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