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martes, 7 de octubre de 2014

Un verano, y más, con Moby Dick (XXXIX).


Los tiburones se arraciman hambrientos alrededor de la lancha de Ahab durante la tercera jornada de caza de Moby Dick. Sus olfatos sensibles siguen el rastro de olor de la piel de los parsis, los más oscuros:

“(…) Y acaso porque la tripulación de Ahab estuviera compuesta por aquellos salvajes cobrizos y fuese su carne más olorosa para el gusto de los tiburones, que, en efecto, parecen preferirla, era el caso que no seguían más que a su ballenera, sin molestar a las demás.”


No nos dice Melville que los tiburones seguían a Ahab por algún designio maldito, no, sino sólo porque esos demonios asiáticos olían más fuerte que los demás marineros. Aquí hay un efecto de realidad extraordinario. Porque es a la vez siniestro y verosímil. Una explicación que, sin duda, molestaría a los psicopedagogos actuales… si leyeran la novela.  

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