Los tiburones se
arraciman hambrientos alrededor de la lancha de Ahab durante la tercera jornada
de caza de Moby Dick. Sus olfatos sensibles siguen el rastro de olor de la piel
de los parsis, los más oscuros:
“(…) Y acaso
porque la tripulación de Ahab estuviera compuesta por aquellos salvajes
cobrizos y fuese su carne más olorosa para el gusto de los tiburones, que, en
efecto, parecen preferirla, era el caso que no seguían más que a su ballenera,
sin molestar a las demás.”
No nos dice
Melville que los tiburones seguían a Ahab por algún designio maldito, no, sino
sólo porque esos demonios asiáticos olían más fuerte que los demás marineros.
Aquí hay un efecto de realidad extraordinario. Porque es a la vez siniestro y
verosímil. Una explicación que, sin duda, molestaría a los psicopedagogos
actuales… si leyeran la novela.
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