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viernes, 31 de octubre de 2014

Un verano, y más, con Moby Dick (XLV).


No le bastó a Melville la sola desolación de la desaparición de cosas y hombres y bestia. Tuvo que añadir una parte de abominación. Su particular abominación de la desolación; a la manera de un literato, con un detalle aparentemente menor… De esos detalles que se convierten en símbolo de fuego indeleble.
En la parte alta casi sumergida del palo mayor se hundía uno de los arponeros, Tastego, el último de los hombres sobre el agua que, en un gesto de orgullo inaudito, da un último martillazo a la grímpola para clavarla en el mastelerillo casi sumergido. Pues bien, justo antes del martillazo, un halcón marino interpone por azar su ala entre el martillo y el palo:

“(…) Simultáneamente, al notar aquel etéreo estremecimiento, el salvaje ya sumergido bajo el agua mantuvo en la misma posición el martillo, en su último agónico suspiro, de modo que el ave celestial, dando gritos sobrenaturales, con el imperial pico en alto y el cuerpo atrapado en el banderín de Ahab, se hundió con su barco, el cual, igual que Satanás, no quiso meterse en los infiernos sin llevarse consigo un trozo de cielo para cubrirse a guisa de yelmo.”

Los hombres mueren llevándose consigo un trozo de cielo arrancado de un martillazo por el último de los cazadores salvajes. Última expresión de la fabulosa y retorcida desesperación a la que ha arrastrado a esa tripulación, representante del mundo entero, la determinada inteligencia de un hombre herido.


… Y ya sólo nos queda un episodio.

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