Si, como dijo Thomas Mann en su Doctor Faustus por boca de
Adrian Leverkühn, el Clasicismo musical es grandeza, F.J. Haydn sería el
representante más puro de esa grandeza. Digo “puro” entendiendo el concepto no
como la perfección satisfecha, sino más bien como una energía particular que ha
conseguido un estado de exposición exacta. La música de Haydn es el estado de
esa energía mostrando claridad de ideas y profundo orden interno. Ningún otro
compositor, aparte de Bach a su manera, ha revelado nunca ese tipo de compromiso formal.
La compleja mente de Haydn se ve obligada a ejercer un
constante control sobre la expresión para que en ningún instante se pierda, por
exceso, esa fabulosa energía de la que es capaz. Despojamiento.
Su orden geométrico y su simetría (muchas veces alterada por
mor de la diversión) se desenvuelven con tal necesidad armónica,
contrapuntística e instrumental (las sonoridades y tejidos tímbricos son
absolutamente únicos hasta hoy) que sin que nos demos cuenta nos llevan en
volandas sobre suaves andantes de ritmos pulsátiles a extremos emocionales
inesperados.
Y tal llega a ser su objetividad que podríamos decir,
siguiendo a Stravinsky, que es el músico del tiempo ontológico real, esto es,
que su música permanece, se desarrolla y quiere encajarse en lo estable del
‘tiempo auténtico’. El tiempo de una inteligencia reflexiva que busca sus
límites en la transparencia del aquí y ahora.
A menudo se ponía a prueba comprobando las posibilidades de
realización de un material sonoro casi siempre encantador, pero selectivamente
parco, ingenuo, evidente, a veces pobre. Su energía no necesitaba más. Y ese
material lo desarrolla y combina entre la seriedad y la ironía, facultad que le
distancia del ‘yo’ creador mediante un sutil juego de alusiones, hasta que decide
llegar, quizás por un momento y no de forma definitiva (con Haydn ‘nunca se
sabe’), a un estado de franqueza paralelo al tañido de una campana en un
amanecer de primavera. Es ahí cuando el discurso del yo creador se encuentra
con la objetividad.
Es una gracia poco común en un compositor. Tal vez por eso
la extrañeza o distancia que puede provocar su música. De hecho, nunca seduce
con artimañas, nunca adula al oyente o le pone las cosas fáciles; sólo le
invita a entrar en su juego. Un juego musical para adultos serios con ganas de
divertirse.
Un pequeño ejemplo de su sabiduría, entre otros cientos, se
puede encontrar en este tercer movimiento (Adagio cantabile) en mi bemol mayor
de la Sinfonía nº 68 en si bemol mayor.
Aquí, el efecto reloj tan haydiniano del acompañamiento,
capricho obsesivo que estalla en intervalos irregulares, se acaba fundiendo con
una melodía de los violines que empieza insinuándose irónica y sutil y se
libera luego como expansión áulica de innegable nobleza. El adagio entonces se
transforma en un andante irresistible hasta que vuelve al primer tema
transfigurado para llevarnos otra vez al bello tutti. El finale-presto en 2/4,
danza campesina despachada con un brío percutivo casi brutal entre el rondó y
la variación, nos depara una humorada final absolutamente deliciosa.
La naturalidad y espontánea vitalidad que transmite esta música es resultado de un complejo, constante y esforzado decantamiento compositivo que dio, al fin, con ese ‘estilo’ que definíamos antes como grandeza.