¿Quién no ha
imaginado como la peor de las pesadillas el quedar abandonado a su propia
suerte en mitad del océano, flotando como un minúsculo fardo sobre negros
abismos sin fin y a cientos o miles de kilómetros de tierra?
Eso cuenta
Ismael sobre el pobre grumete Pip, caído por dos veces accidentalmente de una
ballenera en acción. En la segunda ocasión nadie pensó en pararse a rescatarlo
y volver a perder la monstruosa y valiosa presa, más valiosa que el muchacho…
en los mercados continentales, al menos:
“(…) lo que
resulta intolerable es la espantosa soledad. ¡Dios mío!, ¿quién podría expresar
la horrible concentración del yo en medio de tan inhumana inmensidad?”
En el proceso de
pánico inconcebible experimentado por Pip y por cualquier náufrago flotante en
las aguas, Melville imagina alucinaciones espontáneas de naturaleza mítica y
eternidad ancestral… Refiriéndose a Pip antes de ser rescatado por el Pequod:
“(…) Vio el pie
de Dios sobre el pedal del telar del mundo, y lo refirió así, y desde entonces
sus compañeros de travesía lo tuvieron por loco.”
Melville
reconociendo su propia locura por medio de sus personajes.
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