Y surge el compañero salvaje
de Ismael, Queequeg. El arponero impertérrito. Un hombre de tierras incógnitas.
Un ser de otro mundo, una presencia fantasmal, irreal, emparentada con la
muerte:
“(…) aquella tez purpúrea
amarillenta (…) aquella cabeza calva y púrpura era una calavera mohosa (…)”
Lo incomprensible e
inescrutable de ese ser reflejado en su propia piel como un enigma viviente:
“Todo él tatuado con un
interminable laberinto de Creta de figuras.”
Sin embargo, el rechazo y la
fascinación hacia el pagano, casi de pronto, como un milagro, se transforman en
una perfecta fidelidad fraterna. Casi no median palabras. Bastan unos gestos
sinceros, firmes y definitivos para obrar el cambio. La amistad entre hombres.
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