Los homenajes de Ismael o
Melville -ya que sus voces se cruzan y confunden y a menudo los abismamientos
del autor desbordan las reflexiones de su personaje- al hombre admirable son de
tal calibre que lo sublime se vuelve pavoroso.
En un brevísimo capítulo dedicado cual epitafio a un timonel nos dice:
“(…) su salvación estriba
únicamente en lanzarse de modo desesperado al peligro, que es su único amigo y
su más acervo enemigo.”
Siempre esa dualidad
destructiva que no sólo aceptará un hombre que sea entero, sino que más bien
buscará para lanzarse sobre ella sin arredrarse ante la tristeza, el
remordimiento o el dolor. Le espera la agonía y la angustia, pero con ello el
mantenimiento de una libertad inexplicable, apenas comprensible:
“(…) todo pensamiento
angustiado y profundo no refleja sino el intrépido esfuerzo del alma para
mantener la libre independencia de sus mares.”
Condena y liberación sin
límites, frente a la falaz seguridad en tierra. La falta de mesura supera al
autor en lo inefable y supera al lector en su comprensión:
“(…) únicamente en este
destierro reside la más elevada verdad, sin horizontes, indefinida, como Dios,
resulta mejor perecer en este rugiente infinito que vivir reprimido en la
tiera, aunque ésta suponga la seguridad.”
Y lo dice: “…como Dios”.
Buscar la imposible infinitud. ¿Qué insultante locura llevó a Melville a
escribir esta novela? ¿Qué demencia?
Pero acaba su homenaje al
timonel admirado:
“(…) de la espuma de tu
muerte en el seno del Océano surge, hacia las nubes, tu apoteosis.”
Son él y todos los marineros
que van sobre los abismos líquidos de la existencia hacia su final, mirándolo
de frente, renaciendo como dioses. Porque han vivido como dioses… sin serlo.
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