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miércoles, 9 de julio de 2014

Un verano con Moby Dyck (VIII)


Los homenajes de Ismael o Melville -ya que sus voces se cruzan y confunden y a menudo los abismamientos del autor desbordan las reflexiones de su personaje- al hombre admirable son de tal calibre que lo sublime se vuelve pavoroso.
En un brevísimo capítulo dedicado cual epitafio a un timonel nos dice:

“(…) su salvación estriba únicamente en lanzarse de modo desesperado al peligro, que es su único amigo y su más acervo enemigo.”

Siempre esa dualidad destructiva que no sólo aceptará un hombre que sea entero, sino que más bien buscará para lanzarse sobre ella sin arredrarse ante la tristeza, el remordimiento o el dolor. Le espera la agonía y la angustia, pero con ello el mantenimiento de una libertad inexplicable, apenas comprensible:

“(…) todo pensamiento angustiado y profundo no refleja sino el intrépido esfuerzo del alma para mantener la libre independencia de sus mares.”

Condena y liberación sin límites, frente a la falaz seguridad en tierra. La falta de mesura supera al autor en lo inefable y supera al lector en su comprensión:

“(…) únicamente en este destierro reside la más elevada verdad, sin horizontes, indefinida, como Dios, resulta mejor perecer en este rugiente infinito que vivir reprimido en la tiera, aunque ésta suponga la seguridad.”

Y lo dice: “…como Dios”. Buscar la imposible infinitud. ¿Qué insultante locura llevó a Melville a escribir esta novela? ¿Qué demencia?
Pero acaba su homenaje al timonel admirado:

“(…) de la espuma de tu muerte en el seno del Océano surge, hacia las nubes, tu apoteosis.”


Son él y todos los marineros que van sobre los abismos líquidos de la existencia hacia su final, mirándolo de frente, renaciendo como dioses. Porque han vivido como dioses… sin serlo.

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