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viernes, 5 de septiembre de 2014

Un verano con Moby Dick (XXV)



Y toda condena, o sea, para Melville toda vida, tiene una genealogía de dolor casi insospechada, una cadena acaso interminable con eslabones casi indescifrables para el hombre. Mientras que las alegrías se esfuman y desaparecen sin dejar huella, las catástrofes son fértiles en la eternidad del tiempo y se inscriben con señales indelebles. Escribe Melville que piensa Ahab:

“(…) en tanto que incluso las más elevadas felicidades terrenales esconden insignificante mezquindad, todas las aflicciones del corazón, por el contrario, y en el fondo, albergan una significación mística, y en algunos hombres, una grandeza arcangélica.”

¿El dolor como grandeza y significación mística?… Entonces, ¿cómo no ir detrás de la fatalidad como un maldito obseso? Eso es lo que hace Ahab a la manera de los antiguos y a lo que arrastra a toda su tripulación. La tragedia como un reverso de bendición que se escribe en el misterioso libro de la existencia. Sigue Ahab:

“(…) tratar de descubrir el origen de las genealogías de estas miserias altamente perecederas nos lleva por último ante las primogenituras sin origen de los dioses.”

El dolor estaba en el origen, y ese destello de luz divina entendido por Melville a la gnóstica que aún preserva el hombre lucha desesperadamente en el caído mundo material y se debate a ciegas por encontrar, a solas, un camino de ascenso que le redima.

Hay capítulos de Moby Dick en los que las especulaciones poético-místicas, los teoremas obscuros sobre el hombre y el sufrimiento enigmático en el mundo de Ernst Jünger encuentran sin duda una fuente.

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