Y toda condena,
o sea, para Melville toda vida, tiene una genealogía de dolor casi
insospechada, una cadena acaso interminable con eslabones casi indescifrables para
el hombre. Mientras que las alegrías se esfuman y desaparecen sin dejar huella,
las catástrofes son fértiles en la eternidad del tiempo y se inscriben con
señales indelebles. Escribe Melville que piensa Ahab:
“(…) en tanto
que incluso las más elevadas felicidades terrenales esconden insignificante
mezquindad, todas las aflicciones del corazón, por el contrario, y en el fondo,
albergan una significación mística, y en algunos hombres, una grandeza
arcangélica.”
¿El dolor como grandeza y significación mística?… Entonces, ¿cómo no ir detrás de la fatalidad como un
maldito obseso? Eso es lo que hace Ahab a la manera de los antiguos y a lo que arrastra a toda su
tripulación. La tragedia como un reverso de bendición que se escribe en el
misterioso libro de la existencia. Sigue Ahab:
“(…) tratar de
descubrir el origen de las genealogías de estas miserias altamente perecederas
nos lleva por último ante las primogenituras sin origen de los dioses.”
El dolor estaba en el origen, y ese destello de luz divina entendido por Melville a la gnóstica que aún preserva el hombre lucha desesperadamente en el caído mundo material y se debate a ciegas por
encontrar, a solas, un camino de ascenso que le redima.
Hay capítulos de
Moby Dick en los que las especulaciones poético-místicas,
los teoremas obscuros sobre el hombre y el sufrimiento enigmático en el mundo
de Ernst Jünger encuentran sin duda una fuente.
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