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domingo, 21 de septiembre de 2014

Un verano con Moby Dick (XXXII)


Continuando con su derrota hacia el suroeste, el barco atravesó por la noche una serie de pequeñas islas rocosas donde se cobijaban focas cuyas crías se perdían en la oscuridad:

“(…) Finalmente, al acercarse el barco (…) a los suburbios del coto ecuatorial y mientras navegaba en medio de la profunda oscuridad que antecede al alba, por entre un grupo de islotes peñascosos, la guardia, mandada por Flask, se vio sorprendida por un grito tan dolorido e inhumano (como os lamentos balbucientes de los espectros de los inocentes inmolados por Herodes), que todos salieron sobresaltados de su ensimismamiento y durante unos instantes quedaron petrificados (…) en tanto aquel salvaje alarido se seguía oyendo. (…) Con todo, el canoso hombre de Man, el más anciano de todos los marineros, afirmaba que aquellos lamentos desgarradores provenían de los últimos ahogados en el mar.”

A pesar del terror y la superstición dominantes entre esos pobres hombres que como almas condenadas surcaban un mar semejante al más allá, un mar que ya era para ellos un círculo dantesco, no decaían en el trabajo de navegar y acercarse a su todavía ignota condenación. Ése era su trabajo, ése era su progreso. Trazar el camino hacia la perdición más absoluta, como la humanidad entera.

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